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Bajo la pandemia mueren el hombre y su logos

Mi aproximación a las categorías que forjan las izquierdas globalistas, las modifican a su antojo utilitariamente para ofrecer modelos que estimulen los sentidos y golpeen en el ánimo social, sin invitar a la conciencia y a lo trascendente e imponerse mediante la falsificación del lenguaje y los símbolos culturales, reclama de un razonamiento conclusivo.

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En la circunstancia de la pandemia que divide aún más y solo une al género humano en el dolor, o fuerza “la soledad de quienes se despiden”, emerge una verdadera «diarquía posmoderna».

A la manera de la diarquía medieval, del emperador junto al Papa, el mundo digital y la Pacha Mama trasvasan al oportunismo del Foro de Sao Paulo y su Grupo de Puebla.

Los miembros del último, albaceas de los gobernantes a quienes han adherido y servido, y que son perseguidos por latrocinio del tesoro público, terrorismo, tráfico internacional de estupefacientes, ejecución sistemática –es el caso venezolano– de crímenes de lesa humanidad, apenas se afanan en distraer sobre lo sustantivo y manipular las palabras.

Se dicen víctimas de un lawfare o guerra jurídica y de «golpes blandos». Saben que, entre el momento en que la opinión conoce de la realidad y en su tránsito para entenderla y sujetarla a crítica razonada, es proclive a desviar o exagerar la imaginación.

Que coincidan sectores intelectuales extremos en la banalización de las ideas de libertad, igualdad, justicia, fraternidad, bien común, paz, tomadas del liberalismo decimonónico e inspiradas en la más rancia tradición judeocristiana y grecolatina, es prueba de lo anterior, pero cosa secundaria.

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Todo ello, de conjunto, confluye y encuentra sistematicidad teórica y práctica en lo dicho, en las verdaderas variables dominantes y de actualidad, que forman una suerte de triángulo imaginario. Sus dos ángulos superiores –la diarquía– se sobreponen al tercero, ahogándolo con sus dogmas. Me refiero a la emergencia de ese pensamiento único práctico que fluye como aporía e impulsa al desorden global que aqueja al conjunto de la Humanidad.

La gobernanza digital y de la inteligencia artificial, y la Madre Tierra que, generosa, ha permitido que los hombres –varones y mujeres– nos hayamos posado sobre su vientre, incluso para maltratarlo, se conjugan para ponerle punto final al individuo y su logos.

Mientras la pandemia arrecia, vuelve cementerios a las naciones y sus ciudadanos, importantes durante la modernidad: que engendraban Estados a su medida y en un contrapunteo de culturas varias unidas por la dignidad común compartida. Mas el Estado que agoniza hoy se ocupa solo de sostener por la fuerza las cuarentenas. Recrea El planeta de los simios. El mundo, con sus excepciones, se ha vuelto un Estado policíaco. Nos reduce a nuestras cuevas. Nuestras sombras dentro de estas y los miedos colaterales se nos vuelven realidad cotidiana. Nos alejan de la luz solar que es la verdad, diría Platón.

Entretanto, las luces nuevas no son más aquellas que impulsasen las Ilustraciones durante los siglos XVIII y XIX, menos las que dieron origen a nuestras repúblicas en el siglo XX. La luz que viene a sostener al mundo es la de los ordenadores encendidos y sus algoritmos, mientras se construye el culto panteísta. Aquellos descubren nuestras necesidades y deseos sensoriales y hasta los crean al detal, segmentándonos en grupos o nichos: viene al dedo la «política de las identidades» al gusto y las del usuario internauta. Es el dígito que vomita sobre sus redes frustraciones y reclamos como Black Lives Matter, esperando que a través de ellas les llegue un sosiego a la medida de sus rabias y enojos.

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Los tótems o padres buenos y fuertes que fuesen las deidades griegas o los hombres a caballo de la ruralidad latinoamericana decimonónica son piezas de museo. Venidos del Olimpo de la virtualidad, cumplen esa tarea con eficacia inusitada otros dioses: Amazon, Uber, Google, Twitter, Instagram. No es casualidad, lo digo como avance, que el Parlamento Europeo esté legislando sobre la responsabilidad por dolo o por culpas, no ya de las personas, sino de la robótica.

Y en cuanto al COVID-19 ¿es una reacción legítima y defensiva de la Madre Tierra? No se habla más de los científicos y médicos de Wuhan o del riesgo creado por los chinos. Se le solicita a cada gobierno acceder a la gran plataforma Covax y dejar allí sus dineros, para que esta les salve y cuide el planeta. Es la protectora global de la salud en el siglo XXI.

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El asunto de fondo, entonces, es que mientras se apalanca la inteligencia artificial, que no requiere de razonar y con ello errar sino de aplicar estándares como lo hacían antes los soberanos medievales, sin ser responsables, pues quien hace la ley está por encima de ella, en paralelo, la moderación «ética» necesaria quedara confiada, según la mejor ortodoxia marxista, a las leyes matemáticas de la Iglesia con rostro verde y cuerpo amazónico. Si la persona humana es dígito dentro de aquella, en la naturaleza y como cosa se ha de metabolizar conforme a sus dictados. No vale más que un árbol o los océanos, o los ríos y una piedra, visto que su capacidad de animal racional se vuelve inútil ante el Deus ex Machina.

En los papeles de la izquierda paulista y poblana, en los de la ONU y asimismo en los de Roma, se repite mucho la expresión aristotélica atribuida a los indígenas americanos: la del Buen Vivir. Hace su exégesis generosa la escuela neomarxista de Frankfurt para darle ánimo renovado a quienes fuesen comunistas, se volvieron socialistas del siglo XXI y se han rebautizado progresistas. Nada les importa que desde los orígenes de Occidente y en la Grecia antigua el «Buen Vivir» incluya, como imperativo categórico, el «Obrar Bien»: La felicidad no es solo placer, sino virtud. Pero hablar de esto, por lo visto, es hacer antropología cultural o decir algo políticamente incorrecto, subversivo.

Asdrúbal Aguiar


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