Un viaje de 32 años devolvió a la selección masculina de fútbol a la cumbre olímpica en un partido colosal bajo el fuego del Parque de los Príncipes, un estadio que estuvo a punto de tragarse viva a la Rojita, que ganaba 1-3 en el minuto 78.
Lo impidió la aparición mariana de este jugador venido del Valle del Kas madrileño para apuntillar con dos picaditas de oro a los anfitriones, inflamados por el fervor patriótico de su hinchada.
El recinto ovalado se puso en carne viva para rescatar a los suyos del fango al que los había empujado el doblete de Fermín, lo consiguió y, ante la mirada general de pasmo, con el escenario vuelto del revés, asistió a la coronación de España de la mano de un invitado al que nadie esperaba. Camello, jugador reserva en la lista inicial, apenas había disputado un partido en el torneo, el último e intrascendente de la fase de grupos contra Egipto, cuando compareció en la hoguera de París para ayudar a la resistencia española.
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Y en medio del fragor, con la selección malviviendo y maldiciendo por qué había llegado hasta ahí cuando la obra parecía terminada, el delantero recibió un pase del intrépido Adrián Bernabé y se impulsó al cielo olímpico. En el 121, su remate con otra picadita a Guillaume Restes cerró su día de gloria. En medio de la locura, con 3-5 en el minuto 122, a Santi Denia todavía se le ocurrió pedir calma a su gente.
“Yo, a priori, era uno de los cuatro descartes. Si he metido estos goles es gracias a mis compañeros, por creer en mí. Me dijo el entrenador de porteros que él había soñado con que metía el gol de la final”, afirmó el héroe.
El encuentro culminó el verano perfecto para el fútbol masculino, con Eurocopa y Juegos en un mes. Los mayores y los jóvenes marcando el paso sin estrellas de rompe y rasga. Tampoco la Francia de Thierry Henry contaba con ellas. Y, de postre, el resultado sirvió para que un equipo español volviera a ganar un oro olímpico tras el logrado por el waterpolo masculino en Atlanta 96. Un agujero sorprendente teniendo en cuenta la potencia del país en las modalidades colectivas.
El Parque de los Príncipes, con La Marsellesa en la boca del estómago, le recordó a España que ese nunca había sido un estadio para ella. Jamás en su historia había ganado allí. Y de tanto recordar el pasado, el fantasma del fallo de Arconada en la final de la Eurocopa del 84 se le cayó encima a la selección en el minuto 11. Falló en el despeje Baena, tiró Enzo Millot y Arnau Tenas sufrió un movimiento disléxico incomprensible si no es con el peso del pasado. Se fue a su izquierda cuando el tiro iba a su derecha. No sería porque él, jugador del PSG, se sintiera un extranjero en el césped.
Nada hay más fuerte que un iluminado para desmentir a la fatalidad. Fermín remontó solo en cuanto la Rojita pudo hilar dos jugadas de toque. Primero atacó de maravilla el descampado que se abrió en el centro de la defensa anfitriona para golpear de primeras y cruzado un pase de Baena. El de siempre levantando a España. Decisivo en cuartos, el que abrió la semifinal y el que tuvo la final ganada hasta el 78. El azulgrana tenía de todo y para todos. Golpeo de calidad para ajustar al palo y aparición de killer. Remató Abel Ruiz a bocajarro un centro de Miranda, la rechazó el portero y el andaluz la empujó a la cazuela: 1-2. Sexta diana suya en el torneo. Un tipo incontenible en su momento de éxtasis.
La crecida de España encontró respuesta y alivio para todos. El 1-0 francés había apuntado también a Baena y replicó con un derechazo de algodón en una falta: 1-3. Francia solo había encajado un gol en cinco encuentros y en 10 minutos llevaba tres directos al mentón. El triplete desató un tornado de fútbol de la escuela clásica de España. Al frente, Baena, un pelotero de nivel que dirigió un tramo de juego sinfónico. Fueron los mejores minutos de la selección en el torneo. Toque y circulación rápida frente a una Francia a la virulé.
Bajo el fuego del estadio, Francia comenzó una arremetida a las bravas. A España todavía le daba para tocar y progresar en la cima olímpica, pero la fiebre local ya no dejó de subir. Kone la mandó al larguero y también lo frenó Tenas, que pasó de la quiebra inicial a la crecida. Entre ese empuje y la inevitable tendencia de la selección a gestionar el botín, el partido se abocó a un callejón estrecho.
Akliouche acertó a embocar una falta lateral y, a partir de ahí, la temperatura resultó abrasiva. La resistencia pendía de un fino hilo y Miranda tensó demasiado la cuerda con un agarrón que el VAR se lo hizo pagar. Mateta acertó, paró de llover en París y la obra levantada por España durante 80 minutos quedó a la intemperie. Todavía la mandó Turrientes al larguero, pero el héroe surgió del fondo del banquillo. Sergio Camello, 32 años después.
Con información El Universal
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