La resurrección es el comienzo del nuevo mundo, de la nueva era; es decir, de una existencia distinta,
que ha sido posible gracias al don del Espíritu Santo, que es el Espíritu del Resucitado E. Cattaneo
Alrededor del año 30 de esta era, aparece en Galilea un hombre, un profeta llamado Jesús, que predicó la inminente venida del reino de Dios a la tierra (Mc 1, 15).
¿Es el Mesías esperado? Muchos se lo preguntan (Jn 4, 29). Sin embargo, su predicación provoca hostilidad de parte de las autoridades religiosas: este Jesús se cree superior al mandamiento del sábado (Mc 2, 27-28), no respeta las tradiciones de los antepasados (Mc 7, 5) y al parecer ha dicho palabras blasfemas contra el templo (Mc 14, 58).
El sábado (shabat o shabbat) es el día de descanso semanal (de no laborar) en el judaísmo: día de oración, celebración familiar para actividad espiritual y social, que comienza el viernes al anochecer y termina el sábado al anochecer.
Capturado y conducido a proceso, al preguntársele si era el Mesías, hijo de Dios, dio una respuesta considerada una blasfemia, por lo cual fue condenado a muerte (Mc 14, 63-64). La ejecución se encomendó a los romanos, que aplicaron el suplicio de la cruz.
Después de su muerte, los discípulos pensaron en la sepultura, pero siendo inminente el sábado, en el cual estaban prohibidos los trabajos manuales, la postergaron para el día siguiente. Se limitaron a bajar el cadáver y guardarlo, cumpliendo el tratamiento del mismo con aromas y especias; de esto se encargaba a las mujeres (Mc 16, 1). Los discípulos estaban sumidos en estos pensamientos cuando, como un rayo en el cielo sereno, llega la noticia de que ha desaparecido el cadáver y que algunas mujeres, al dirigirse al sepulcro, vieron a Jesús vivo (Lc 24, 22-23).
Por Chichí Páez
Tras las primeras dudas, llega la certeza: los discípulos ven al Señor resucitado, hablan con él, tocan su cuerpo glorioso, comen juntos (Lc 24, 36-43). Sin embargo, él no ha vuelto a la vida simplemente para morir de nuevo: ha entrado en otra dimensión, no menos real, pero distinta a aquélla conocida hasta ese momento. ¿Es alucinación? ¿Es realidad? Pero, ¿qué realidad?
Los discípulos ciertamente se habrán planteado estas interrogantes, pero luego han debido rendirse ante la evidencia del hecho: ¡Jesús se ha mostrado resucitado! Es precisamente Él, aquél que fue puesto en la cruz. Se les abren entonces los ojos: por lo tanto Él es el Mesías, Él es el Hijo de Dios. Se comprende entonces toda la historia de la salvación, se comprenden todos los discursos de los profetas, se comprenden todos los dolores del mundo y las promesas de Dios: ¡la muerte, último enemigo, ha sido derrotada! El enigma de la existencia está resuelto. Ahora, es posible vivir, tener esperanza, amar, sufrir e incluso morir por la justicia, porque existe la vida eterna, la vida de la resurrección. No se trata tanto de entrar a “otro mundo” (en francés: un autre monde), sino a un “mundo distinto” (en galo: dans un monde autre).
La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales» (Rm 8, 11) volverán a tener vida. Creer en la resurrección de los muertos ha sido -desde sus comienzos- un elemento esencial de la fe cristiana.
Al resucitar de entre los muertos, Jesús demostró su autoridad y poder para romper los lazos del pecado y asegurar el perdón y la vida eterna a todos los que aceptan su regalo de salvación. La Resurrección reveló el poder de Cristo sobre la muerte.
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La resurrección de Jesús es, entonces, la única respuesta verdadera al problema de la existencia, tanto que “si no resucitó Cristo, vacía es nuestra fe” (1 Cor 15, 17). Pablo puede, por ende, decir a sus correligionarios israelitas: “Nosotros os anunciamos que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús” (Hch 13, 32-33). El apóstol distingue entre “muerte” y “corrupción”, y hace una comparación entre David y Jesús: “David (…) murió y experimentó la corrupción. En cambio aquél a quien Dios resucitó no experimentó la corrupción” (Hch 13, 36-37). Así, también Jesús experimentó la muerte, como todos, pero fue el único que no estuvo sujeto a la “corrupción”, lo cual indica que la resurrección tiene relación precisamente con el cuerpo de Jesús.
La resurrección trae cambios en el comportamiento humano, motiva a las personas a cambiar su vida, buscando una nueva versión de sí mismas. Ha habido un sinnúmero de personas que han experimentado un cambio significativo después de haber encontrado la fe en la resurrección. Por cuanto ésta ha sido un símbolo de esperanza y renovación. La resurrección ofrece esperanza a las personas en momentos difíciles, incluyendo en su forma de enfrentar las adversidades.
Trae implicaciones éticas y morales, por cuanto la resurrección influye en las normas éticas dentro del cristianismo. Cómo los valores derivados de esta creencia pueden afectar las relaciones interpersonales y de la comunidad.
Reitera cómo la resurrección no sólo es un evento religioso, sino un catalizador para el cambio positivo en el comportamiento humano. Sin lugar a dudas, estos principios pueden aplicarse en la vida cotidiana.
En La Trinidad (de Hilario, obispo de Poitiers, que vivió en la Galia en el siglo IV) se lee: “Ésta es la verdadera fe en el único Dios y no la del que niega al Hijo o lo identifica con el Padre”. Solamente con esta fe, Hilario encuentra la paz: “Mi espíritu por lo tanto se serenaba, alegre en sus esperanzas, en este reposo consciente de su propia seguridad, sin temer que interviniese la muerte, hasta el punto de considerarla un paso hacia la eternidad”. En este punto cambia la perspectiva de la vida: “No sólo (mi espíritu) no consideraba molesta o penosa la vida en este cuerpo, sino que la comparaba con lo que son los estudios para los niños, la medicina para los enfermos, la natación para los náufragos”, en suma: una preparación “para el premio de la inmortalidad bienaventurada”. Así, Hilario decide no poseer estas cosas solamente para sí, sino anunciarlas también a los demás, asumiendo el ministerio sacerdotal, extendiendo de este modo su esfuerzo “hasta ocuparse de la salvación de todos”. He aquí un recorrido realmente digno del hombre.
por Chichí Páez
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