Opinión

Entre la memoria y la imaginación

Nuestra historia está llena de anécdotas que tal vez muchos o bien no sabemos, o no les hicimos caso cuando nos las contaron. Claro, a lo mejor algunas vengan cargadas de esa imaginación típica de quien la cuenta y quiere echarle pimienta para conseguir mayor interés en el que escucha o lee. Otras quizás fueron contadas con tanta frialdad, que no lograron transmitirse. Y están aquellas que se quedaron en la memoria escrita del venezolano. Nos queda pensar, ¿Cuánto hay de cierto en las historias que repetimos como herencia? A veces, la respuesta está en un disfraz de fraile, un acto de piedad en plena batalla o una novela familiar.

Por Anamaría Correa

Sobre Miguel Peña supimos que, en 1814, durante el asedio de Valencia por las tropas de José Tomás Boves, fue designado como mediador por los patriotas para negociar la capitulación. Logró arrancar garantías para los ciudadanos, pero Boves incumplió lo pactado. La ciudad cayó en manos realistas y Peña, sabiendo que su vida corría peligro, ideó una fuga audaz: se disfrazó de fraile y logró escapar de la ciudad, burlando a los soldados enemigos. ¡Una escena digna de cine!

Diez años más tarde, en 1824, como presidente de la Alta Corte de Justicia en Bogotá, se negó a firmar la sentencia de muerte contra el coronel Leonardo Infante, alegando que era injusta. Su defensa fue tan apasionada y elocuente que José Martí, al leerla años después, escribió un panegírico extraordinario sobre Peña, describiéndolo como “el lidiador audaz que así movía la espada como la pluma”. Esa frase sola ya pinta a Peña como un personaje de leyenda.

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Durante la Batalla de Carabobo en 1821, el general José Antonio Páez sufrió un ataque de epilepsia (aunque el mismo Páez lo definía como “uno de esos ataques terribles que lo dejaban sin sentido”), la cosa es que ocurrió justo en medio del combate. Quedó inconsciente, montado en su caballo, rodeado por tropas enemigas, y parecía condenado. Pero ocurrió algo inesperado: un comandante de la caballería realista, el llanero Antonio Martínez, que era parte del otro bando desde la época de Boves, lo reconoció y decidió salvarlo. Aparentemente Martínez tomó las riendas del caballo de Páez y colocó detrás del “Centauro de Los Llanos”, a un teniente patriota llamado Alejandro Salazar, alias “Guadalupe”, para sostenerlo en la silla y escoltarlo de regreso a las filas patriotas. Este gesto de humanidad en medio de la guerra revela que incluso entre enemigos, el respeto por el valor y la vida podía superar la violencia. Es una historia que muestra la complejidad emocional de nuestros próceres y la nobleza que a veces florece en los momentos más oscuros.

Mi padre, Juan Correa, era un historiador nato, disfrutaba muchísimo de ella, pero también era novelista y hay alguno por ahí que asegura que en sus novelas había más imaginación que historia. La verdad es que, en “La Saga de los Malpica o Josefa Hidalgo”, (historia novelada de la familia de mi madre, en tiempos de la independencia), respetó los eventos históricos conocidos, pero su utopía jugó con él, especialmente en los íntimos momentos familiares; como cuando revivió al papá de Josefa, la protagonista, porque lo prefería vivo que muerto o revelando el nombre ficticio del asesino del crimen todavía sin resolver, de Monseñor Carlos Hernández de Monagas. Él se basó en el libro de León Malpica Hidalgo, “Bosquejo del Árbol Genealógico de la Familia Malpica” que, en pocas páginas, narra las aventuras de su familia entre Valencia y su finca de Mañongo. La novela de mi padre alcanzó quinientas páginas. Sin duda, hubo mucha imaginación y una linda manera de narrar la historia.  

Tampoco hay duda de que mi papá se apoyó en el consejo que una vez le dio un reconocido amigo español, Don Marcial Lafuente Estefanía, escritor de novelas del oeste, quien, de alguna forma, fue competidor de Corín Tellado. Llegó a escribir más de mil doscientas novelitas. Bueno, Don Marcial Lafuente le dijo: “cuando escribes, eres Dios”.

Francisco Herrera Luque también jugó con su imaginación en sus novelas históricas.  Recuerdo en una oportunidad, a comienzos de la década de los ochenta, en que vino a Valencia y dio una conferencia sobre su maravillosa “Boves el Urogallo” en el Colegio de Abogados. Había llamado previamente a su amigo Rafael Betancourt, nuestro querido vecino, para ponerse de acuerdo después de la charla, con miras a hacer algo. Mi hermanito Juan Pablo, que hoy en día es mi compañero como articulista de “El Carabobeño”, tenía unos doce años y le pidió a Rafael que lo dejara ir con él. Cuando Herrera Luque termina la charla, que comienza la ronda de preguntas, Juan Pablo es uno de los que levanta la mano. La pregunta que hizo fue: “Usted relató que, en el baile de Boves en Valencia, Boves toreó a los Malpica, a Francisco Antonio y al Suizo y los mató como si fueran toros. ¿De dónde sacó usted esa información? Porque me consta que es falsa.”  Herrera Luque contestó de manera muy inteligente, como para no quedar mal con aquel público valenciano y le devolvió la pregunta: “¿Por qué estás tan seguro de que eso no pasó?” y mi hermano, un niño de doce años, le contestó: “Boves cometió crímenes atroces, lo sabemos, pero si hubiera matado a Francisco Antonio, yo no estuviera aquí, él era el tatarabuelo de mi mamá”. Supimos que después, cuando salieron Francisco Herrera Luque, alguno de los organizadores del evento, Rafael Betancourt y Juan Pablo, Herrera Luque, entre risas, le dijo a Betancourt, señalando a Juan Pablo con el dedo índice: “Rafael, ¿de dónde sacaste a este muchachito que de casualidad no me echa a perder la charla?”.

La historia no es solo un registro frío de fechas y batallas; está tejida con hilos de humanidad, heroicidad y hasta de caprichos literarios. Quizás esa sea la magia, que el pasado no es solo lo que ocurrió, sino también lo que decidimos contar… y cómo lo soñamos.

Por Anamaría Correa

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