Desentrañar los orígenes políticos de Venezuela y los de nuestros hermanos colombianos, mirándonos en la experiencia de las transiciones inaugurales que nos llevaran hacia el odre de la república hoy en crisis, es ejercicio necesario para mejor entender las dificultades que aún sorteamos para ganarnos una libertad estable y en paz. Se nos ha vuelto, diría Albert Camus, como el castigo de Sísifo, a saber, tener que lograr un objetivo inalcanzable, llevando la piedra montaña arriba para que vuelva a caer y repetir la tarea de modo incesante.
No significa ello que la fatalidad nos acompañe o que el porvenir nos presente nubarrones. Todo lo contrario. Es tratar de ser conscientes para que, en vísperas de la transición histórica nueva que se nos anuncia, estemos prevenidos sobre las realidades agonales que urge atender y domeñar. El intersticio de libertad que otra vez logremos asegurar debe contar con una viabilidad razonable, ajena a las mentiras. Nada humano es perpetuo, lo sabemos, salvo la estupidez, y más fácil que administrar la libertad es transformarla en dictadura.
De modo que, como Jano, el dios de los comienzos y el de los finales, sin que el pasado pueda ser resucitado y siendo cierto que cada tiempo tiene su especificidad, al cabo las falencias de toda persona que trille con la mejor voluntad y espíritu de desprendimiento en las arenas sobre las que se cuece el poder político siempre estarán presentes: egoísmos, enconos, envidias, ambiciones, dobleces “morales” que alcanzan hasta el magnicidio, por lo visto. Lo sabemos los venezolanos, que nos cargamos al presidente Carlos Delgado Chalbaud y lo saben, mejor que nosotros, nuestros compañeros de camino, los colombianos.
No se trata, para estar persuadidos y cabalmente, de ver la inevitabilidad de El Príncipe de Nicolás Maquiavelo (1469-1527) como catecismo. Más, si al igual que lo hicieron los patricios civiles de nuestra emancipación asumimos al anti-Maquiavelo como astrolabio, a Giovanni Botero (1544-1617), que propone un enfoque moral para la política y la administración del Estado en su obra La razón de Estado, significa ello, justamente, que el maquiavelismo es una realidad constante, que debemos conjurar a diario. No por azar, también Federico El Grande (1712-1786), en su obra intitulada Anti-Maquiavelo, proponía una visión ética del ejercicio del poder ante la presencia fatal de las desviaciones que en la política atentan contra el Bien Común.
La democracia civil de partidos pudo alcanzarse en Venezuela, tras el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez y la transición que se propulsó una vez como los liderazgos civiles fundamentales hicieron cesar la saña cainita. No por casualidad llegó a su término esa república de hombres de levita a finales del siglo XX, cuando los causahabientes y el conjunto de nuestras élites beneficiarias de la modernidad, de modo particular las vinculadas a las finanzas, resucitaron al victimario de Abel. El tiempo posterior, de violencia criminal y de su cártel militarista, es su consecuencia.
Por Asdrúbal Aguiar
Pues bien, volviendo sobre las páginas de nuestra historia recorrida, el primer énfasis de nuestro cronista histórico más emblemático, F. González Guinan, fue condenar al Precursor Francisco de Miranda, acusándole de haber carecido del genio que le permitiese evitar la caída de la Primera República y anulado “los grandes esfuerzos de los primeros patricios”. Mentiras. Y ajusta que este fracasó por acostumbrado “a una vida militar que difería en absoluto del militarismo que se desenvolvía en la América”. Capituló ante Domingo de Monteverde y antes, cuando invadió a Coro – lo refiere González Guinan – nadie le recibió, escribe. Fue un ánima sola. Pero su propósito como historiador era otro, a saber, abrirle espacio generoso al culto de lo bolivariano.
Autor de la extensa obra intitulada Historia Contemporánea de Venezuela, cuya lectura juzga de obligada don Rómulo Betancourt y que frisa 15 volúmenes, González Guinan veladamente vitupera a los civiles de 1811. Observa de relevante referir que los patricios de ese momento, unos emigraron y otros, como Francisco Espejo, quien fue presidente del Poder Ejecutivo, optó por quedarse en Venezuela y someterse a los dictados de Monteverde, tanto como lo hizo Miguel Peña, que junto al primero ejercían “su profesión de abogados ante los tribunales españoles”. Divide las aguas. Entretanto, Bolívar, más corajudo, viaja a Cartagena a ofrecer su concurso a nuestros vecinos colombianos, “donde se luchaba por la independencia de América”.
Nada dice, o lo tamiza el autor, que escribe en tiempos de “militarismo” y bajo banderas que arropan al liberalismo amarillo decimonónico, sobre los otros hechos que le dan un vuelco efectivo a tal perspectiva, que tanto daño le ha hecho al devenir nuestro, la del cesarismo bonapartista.
Como militar experimentado que lo era, Miranda entendió que la pérdida de Puerto Cabello – sede del gran arsenal patriota – a manos de Bolívar fue un golpe mortal en el corazón de Venezuela; tanto que, éste, el propio Coronel y luego Padre de la Patria, contrito se acusa a sí mismo ante el Precursor. Mas, al cabo, enterado Miranda de que había sido aprobada en España la Constitución liberal de Cádiz, consideró que sus garantías legendarias alcanzarían a los habitantes de América.
No obstante, al salir desde La Guaira para preparar la reconquista – misma que luego hace suya Simón Bolívar – este, entre otros, junto al señalado Miguel Peña, le apresa por traidor y lo entrega al jefe realista. Peña, por ende, pudo permanecer en Caracas, sin sufrir de persecuciones ni vejámenes, y Bolívar abandona el país sin que se lo impidan las autoridades sustitutas, pues su íntimo amigo español, Francisco Iturbe, obtiene de Monteverde el pasaporte que le facilita subir a la goleta Jesús, María y José, con rumbo hacia Curazao.
Nada que decir sobre la frustración de la empresa de Miranda en Coro, pues el Marqués del Toro, tío de la esposa de Bolívar y su alter ego durante la caía de la Primera República, es el que aporta dineros unido al Marqués de Casa León para que el Capitán General de Venezuela contrarreste la invasión mirandina de 1806.
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Bolívar vituperará desde Cartagena a los padres fundadores civiles, los constituyentes de 1811, no pocos egresados de la Universidad de Caracas o de Santa Rosa de Lima. Les tacha como fabricantes de repúblicas aéreas, ajenas a un pueblo como el nuestro, impreparado para el bien de la libertad. Seguidamente sirve como general en Colombia, hasta que, llegado el año 13, el Congreso de Tunja le autoriza para que conduzca un ejército neogranadino que logre desalojar a los realistas en Venezuela. Es cuando llega a Caracas de manos neogranadinas y la municipalidad le declara Libertador. Está presente como su director de rentas, que asume como gobernador político de Caracas, ese celebérrimo Marqués de Casa León, el financista; el mismo que, asociado a los Bolívar en la conjura de los mantuanos de 1808, ofrece sus oficios a Miranda – el hijo de la panadera, le llama Inés Quintero en ensayo célebre que le reivindica – para que capitule.
Bolívar y su calvario
Lo cierto es que nuestro Padre de la Patria, presa del delirio, creyó que nuestra Constitución primeriza forjó instituciones copiadas de Estados Unidos e imposibles de adaptar a nuestra realidad; que al separarnos de España “ni aún conservamos los vestigios de lo que fue en otro tiempo” Venezuela y Colombia; que nos hallamos en el conflicto de “disputar a los naturales los títulos de posesión”, y uncidos “al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía, y del vicio no hemos podido adquirir ni saber, ni poder, ni virtud”. De consiguiente, según su juicio, “un pueblo pervertido, si alcanza su libertad, muy pronto volverá a perderla”. Ese es su balance en 1819, de cara a la forja de otra Constitución, la colombiana de Angostura.
Mas la verdad era otra. Avanzábamos, contando con una población en fragua dado su proceso de mestizaje y en un tiempo en el que las mayorías en América y en Europa eran iletradas, como cabe contextualizarlo. Incluso así, el maestro don Andrés Bello se muestra orgulloso en 1810 de que el país, invadido varias veces desde el siglo XVI por holandeses e ingleses venidos desde el Esequibo, habiéndosele malogrado las minas estaba volcado a empresas de “regeneración civil” – así las califica – comenzando con la organización de las propiedades tras el fortalecimiento de la organización municipal establecida por España. Los venezolanos, entre hambrunas y pestes, empujábamos nuestra Universidad – la Pontificia de Santa Rosa de Lima y del beato Tomás de Aquino – y tomábamos en serio la actividad agrícola y comercial libertaria, tras el conflicto ganado frente a la monopólica Compañía Guipuzcoana.
Y si el molde arquitectónico americano y francés ejerce influencia en el plano de lo constitucional suramericano, a lo que no escapan siquiera los europeos, en nuestro caso todas las líneas intelectuales y dogmáticas de 1811 fueron de hechura propia, acaso iluminadas por el espíritu liberal español que tuvo su anclaje paralelo en Cádiz, partera de la constitución doceañista. El Precursor la invocaba desde su primer encierro en Puerto Rico, antes de recalar hacia su tumba de La Carraca, traicionado por los suyos.
Ni pervertidos éramos, ni disputábamos con los naturales, pues es el mismo Bolívar quien reconoce que “la mayor parte se ha aniquilado” – lo que al paso tampoco es así de veraz en el caso de Venezuela, por despoblado su territorio original – y que es el europeo quien se mezcla con el africano, afirma. Si acaso luego nos pervertimos, ello pudo ser la obra de la guerra fratricida y a muerte que destruyera al 30% de nuestra población alimentando enconos y odios intestinos; esos que van y vuelven según las circunstancias y que nos alcanza la Independencia, sí, pero sin libertad.
Es la elipse dramática que vuelve a repetirse durante la Guerra Federal, cuando otra vez se diezma el 30% de la población venezolana bajo la férula del “militarismo”. Es la vertiente que alimenta desde Angostura el propio Bolívar, antes de forjar el gobierno unitario de la Gran Colombia y el del presidencialismo vitalicio que promueve con la Constitución bolivariana de 1826. Es lo que le fija su calvario y su Gólgota de Santa Marta. “Todo no se debe dejar al acaso y a la ventura de las elecciones”, de allí su propuesta del senado vitalicio y hereditario integrado por los hombres de armas, a quienes Venezuela deberá gratitud imperecedera.
En sus inicios y de suyo Bolívar prosterna nuestra proximidad al ejemplo norteamericano de libertades. Recomienda nos miremos en el poder monárquico y unitario inglés. Así se lo confiesa a los constituyentes de Ciudad Bolívar. Pero como la vida política es una paradoja, al término y desmoronándose su obra, la Gran Colombia, desviación del proyecto mirandino de la Colombia incaica, en 1829 le pide a su Consejo de Ministros estudiar el auxilio de Estados Unidos o de la misma Inglaterra para asegurar la estabilidad de unas naciones que, como las nuestras, por desasidas de sus raíces hispanas y anarquizadas, marchaban hacia el abismo. “Era lo probable que éstas se despedazasen recíprocamente si un Estado poderoso no intervenía en sus diferencias o tomaba la América bajo su protección”, reza la crónica o perífrasis aleccionadora y muy actual de González Guinan sobre la exposición que traza Bolívar desde Quito, un 4 de abril:
“Se habían familiarizado en destituir, deportar y aún ejecutar a sus mandatarios; que los nuevos gobiernos desconocían todo derecho de gentes, y que guiados por el instinto del mal conculcaban los tratados más solemnes … [los pueblos] eran presa del primer ambicioso o emprendedor audaz que los convertía en instrumento de sus pasiones individuales; que la desmoralización había penetrado en el corazón de los ejércitos; que la demagogia había arrastrado a los hombres no solo a despedazar las entrañas de la Patria y abrazarla en el fuego de la discordia civil … vituperando a los predecesores hasta el extremo de fallar en favor de [los] enemigos”.
Por Asdrúbal Aguiar
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