Opinión

Amar a Venezuela desde lejos

En una reciente entrevista con César Miguel Rondón, Soledad Morillo Belloso nos explica que querer a Venezuela desde el exilio “es como seguir queriendo a la casa donde uno nació, aunque ya no se duerma allí.”, y que “el amor por Venezuela no se quedó atrás, no se quedó en Maiquetía”, sino que “se montó en el avión, cruzó fronteras, se metió en los bolsillos, en los zapatos, en las canciones que alguien tararea sin darse cuenta”.

Coincido con la periodista, escritora y ensayista venezolana con que los que estamos lejos seguimos sintiendo a Venezuela como si estuviéramos allá, “porque Venezuela no es sólo un mapa; es una manera de hablar, de reírse, de hacer mercado, de saludar con cariño, aunque no se conozca a la gente”. Y decir “Dios te bendiga” es un abrazo más que una simple frase protocolar, por salir del paso.

Por Peter Albers

Ese amor no se pierde. Se transforma. Se vuelve más hondo, más sabio, más paciente. Se vuelve abrazo largo, se vuelve beso. Y aunque duela, también da fuerza. Porque querer a Venezuela desde lejos es promesa. Promesa de seguir nombrándola, de seguir celebrándola, de seguir llevándola como estampita pegada en el corazón.”

Pero, como afirma Morillo Belloso, el país ya no es el mismo que dejamos. Dependiendo de cuándo emigramos, sentimos un país diferente, porque lo recordamos según como estaba entonces, no como está ahora, aunque quienes aún lo sufren nos dan indicios que, al fin y al cabo, nunca son un vivo retrato de la realidad. Quienes emigramos no sufrimos los apagones, los mercados desabastecidos, los galopantes precios en dólares cada vez más escasos y por lo tanto más caros, los hospitales y escuelas en ruinas. Estas últimas, al punto que los alumnos no asisten porque los sanitarios no sirven. Así como va, los venezolanos que no han dejado su querida tierra se sentirán como si han viajado al pasado, aunque las máquinas del tiempo todavía sean de ciencia ficción; a un pasado de gente en alpargatas, palúdica y analfabeta, que cocina con fogón de leña lo poco que puede conseguir en los mercados sin refrigeración y sin agua ni siquiera para lavar el piso, mucho menos las verduras.

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Querer a Venezuela desde el exilio es seguir siendo venezolano”, dice Soledad Morillo, periodista, escritora y ensayista “porque Venezuela no es sólo tierra. Es ritmo. Es conversa. Es pasión”. “Y ese amor, aunque esté lejos, no se enfría. Se cuece lento. Como el sancocho que se prepara en otro país, con ingredientes parecidos, aunque no iguales. Y, sin embargo, sabe a casa. Porque la casa, al final, es donde se ama. Y se ama a Venezuela. Aunque esté lejos.”

Pero muchos de esos “que están lejos” no regresarán, enraizados en otras naciones, y sus descendientes tampoco lo harán, nacidos en otro país y adaptados a él, incapaces de comprender la nostalgia de sus progenitores por las costumbres, olores y sabores de su añorada Venezuela. Habrán hecho amistades y cultivado amores en esa lejanía, y de esos amores llegarán nuevos frutos, para quienes ese país lejano no representará otra cosa que una foto vieja de personas hace tiempo desaparecidas y que tienen nombres extraños, en un paisaje desconocido. Hablarán otras lenguas o español con otro acento, aprenderán otra historia y tal vez el nombre de Simón Bolívar no les despierte ningún sentimiento. Crecerán como gente útil en ese país que los vio nacer, y Venezuela habrá perdido valores humanos que podrían colaborar en su reconstrucción.

Ese será el mayor daño que le habrán causado quienes la han arruinado.

Por Peter Albers


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