El educador musical busca cultivar personas sensibles, ciudadanos conscientes y miembros solidarios de su comunidad. El instructor, en cambio, enseña habilidades técnicas: afinación, ritmo, lectura, digitación. Ambas dimensiones son necesarias, pero una sin la otra es como una melodía sin alma.
El siglo XX trajo consigo una revolución silenciosa en la educación musical. Nuevas pedagogías -Orff-Schulwerk, Willems, Kodály, Suzuki, Dalcroze Eurhythmics- priorizan la vivencia sobre la repetición, el movimiento y el juego sobre la rigidez, la emoción sobre el academicismo. Formar músicos es importante; formar personas a través de la música, aún más.
Por Juan Pablo Correa Feo
Ser educador musical es un acto de fe. Significa creer que, a través del arte, podemos formar ciudadanos más sensibles y humanos. Como afirmaba Zoltán Kodály, “enseñar música no es mi objetivo principal; quiero enseñar humanidad a través de la música”. Esa frase debería estar escrita en la entrada de cada escuela de música del mundo.
Hoy la música se vive y se comparte en comunidad. Numerosos programas en el mundo muestran cómo el aprendizaje colectivo puede transformar vidas. Un ensamble infantil, sea coral o instrumental, no solo coordina voces o instrumentos: afina almas y corazones. Enseña a escuchar, a respetar turnos, a respirar juntos. Esa experiencia social es, en sí misma, una lección de humanidad y ciudadanía.
La tecnología también ha abierto caminos insospechados en el campo de la educación y la instrucción musical. Gracias al blended learning, un joven de una zona rural puede estudiar armonía o historia de la música con materiales interactivos y clases híbridas. Proyectos como ArchiTone, que enseña teoría musical mediante bloques tipo LEGO, o plataformas que usan inteligencia artificial para personalizar ejercicios de oído y ritmo, demuestran que el futuro ya está en el aula. Incluso herramientas gratuitas como Music Lab de Google, con decenas de recursos pedagógicos, han hecho del aprendizaje musical una experiencia más accesible, dinámica y creativa. Sin embargo, ninguna aplicación puede reemplazar la mirada, la voz o el gesto de un verdadero maestro.
Con frecuencia, los conservatorios están llenos de músicos que, al no encontrar su camino como intérpretes o compositores, terminan enseñando sin una verdadera formación pedagógica. Así surge un problema grave: el instructor que domina la técnica pero no educa, que convierte su frustración en juicio y desaliento. La falta de empatía y de recursos didácticos apaga más vocaciones de las que se imagina. Un profesor de música tiene el poder de inspirar o destruir; una sola frase puede abrir caminos o cerrarlos. He visto alumnos excepcionales abandonar la música por la soberbia o el desdén de un mediocre profesor. Enseñar exige más que conocimiento: requiere ética, humildad y amor. Sin ellos, la docencia musical se vuelve una forma de violencia estética.
Adicionalmente, a pesar de la relevancia de su rol, el profesor de música de un conservatorio suele ocupar el último escalón del reconocimiento institucional. No por falta de talento, sino por un sistema que no valora su función transformadora. Es el sembrador del futuro artístico de un país y, sin embargo, uno de los peor remunerados. Los salarios ínfimos y la falta de estímulos conducen inevitablemente a la desmotivación y al desencanto.
Los estudios pedagógicos actuales confirman que la educación musical moderna busca formar personas creativas, colaborativas y emocionalmente sanas, no simples ejecutores. La música se convierte así en un laboratorio de ciudadanía, empatía y convivencia. La música educa porque conecta. Cuando un grupo canta, sincroniza su respiración, su pulso y su ánimo. Esa coherencia compartida es la metáfora perfecta del acto educativo: enseñar a vibrar juntos. La música no solo enseña: cura, une y transforma.
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En una época dominada por la inmediatez y el individualismo, el educador musical es más necesario que nunca. Es quien enseña a escuchar, a esperar, a compartir silencios; quien muestra que el valor de una obra no está en su virtuosismo, sino en su capacidad de conmover. El aplauso edifica, pero también lo hace la perseverancia: una nota equivocada que no detiene la melodía enseña a seguir adelante frente a la adversidad.
Hacer música en conjunto fomenta el trabajo en equipo; estudiar y practicar fortalecen la disciplina y la planificación. Pensar en música es soñar, proyectarse y alcanzar metas.
Educar musicalmente es abrir puertas al alma. Detrás de cada nota hay una emoción, y detrás de cada estudiante, una historia que merece respeto. En ese acto silencioso de transmitir el arte de escuchar, el educador musical sostiene el hilo invisible que une generaciones a través del sonido.
El educador musical no es quien impone escalas o ritmos: es quien siembra la semilla que respira música dentro del ser humano. Es quien, con mirada atenta, palabra justa y silencio compartido, tiende un puente entre la técnica y el alma.
Que este artículo sea un llamado: no olvidemos nunca que enseñar música no es solo enseñar notas; es construir esperanza. Y que quien se entrega en ese oficio porta una llama que, bien regada, puede encender vocaciones y abismos de belleza en cada voz aún dormida.
Este artículo está dedicado a Edgar Willems, destacado educador musical nacido en Bélgica el 13 de octubre de 1890, con motivo del 135.º aniversario de su nacimiento. Willems fue el creador del célebre Método Willems, una propuesta pedagógica que pone el acento en el desarrollo auditivo, emocional y espiritual del ser humano por medio de la música. Más allá del dominio técnico, su propósito era despertar la armonía interior en cada alumno, al concebir la música como un medio para cultivar la sensibilidad, la humanidad y el equilibrio personal.
Dentro del vasto universo del arte sonoro, pocas labores resultan tan nobles y delicadas como la del educador musical. En este caso, no hablo específicamente del profesor que enseña solfeo, armonía o técnica instrumental en un conservatorio, sino de aquel formador que concibe la música como una vía para el desarrollo integral del ser humano, generalmente desde su rol en la educación primaria escolar en un colegio. Educar musicalmente no es lo mismo que instruir musicalmente: en la educación, la música es un medio; en la instrucción, un fin.
Por Juan Pablo Correa Feo
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