Opinión

Una llamada sin destino

Eran las 7:00 de la mañana en el “país de lo posible”, y la parada del bus ya estaba alumbrada con el peculiar sol de Guayana, pero justo detrás estaba una señora algo mayor –”Doña Carmen”, contestó al preguntarle su nombre– atenta al teléfono, esperando que sonara. Muy extraño porque el teléfono en las paradas suele ir en otro lugar, pero ella estaba esperando esa llamada que aún no entraba y la angustia empezó a hacer estragos en sus sentidos. “¿Qué habrá pasado?”, se preguntó y susurró muy sublimemente: “Diosito, te lo imploro, cúbrelo con tu manto celestial”. Aún el teléfono seguía sin sonar…

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Al otro lado del globo, a miles de kilómetros de distancia y aún con luz en los cielos, la rumba no tenía ánimos de acabar. Entre baile, alcohol y humo se encontraba Rafael, disfrutaba su momento ya que no tenía remordimiento y ganaba mucho más que el mínimo sueldo y podía disfrutar. “¡Que siga la fiesta que el Rafa va a pagar!”, les gritaba a todos sus nuevos amigos a los que ya llamaba “compas”, al buen estilo criollo. Le traen la botella, un par de damas se acercan y de pronto suena su celular. En la pantalla se lee “Mamita” y sale como un rayo al baño para que no se escuchara el ajetreo…

—Hijo bello, ¿cómo estás? ¡Dios te bendiga! Me tenías preocupada porque no me habías llamado.

—Mami, ¿bien y tú? No pude responderte porque estaba dormido. Me siento muy enfermo y no fui a trabajar.

—Ay hijo, ¿estás bien? ¿Estás tomando algo?

—Sí mami, pero no me ha ido bien en el trabajo, la paga ha sido muy mala y el dueño me trata como un esclavo.

—Bueno hijito, no importa, sigue esforzándote que tú puedes, yo vendí algunas cositas para pagarle los útiles a tu hermano y comprar algo para comer.

—Qué bueno mami. Cuando tenga algo de plata les mando.

—No te preocupes hijo, mi felicidad es que estés tranquilo y feliz. Por cierto, tus amigos siguen luchando en las calles, la cosa está fea hijo, siempre preguntan por ti porque no saben de ti.

—Mándales saludos y diles que estoy bien… Bueno, voy a seguir durmiendo para recuperarme ¡Bendición!

—Que Dios te bendiga hijo y la virgencita siempre te guarde.

Al trancar el teléfono la rumba siguió hasta el final…

La reflexión luego de conocer esta anécdota cayó en mis pensamientos como un fulgurante destello. ¿Cuántos Rafael o Carmen conocemos?, ¿será que esos nombres se transforman en María, José, David, Alejandra, Carlos o Yaneth? Más allá de lo que se haya tornado un tabú, una susceptibilidad o un tema intocable, debemos de detenernos un instante a analizar.

No es cobarde el que se va, ni valiente el que se queda y menos a la inversa, pues cada uno de nosotros tiene una historia, una verdad, una visión, un umbral del dolor y tolerancia de altos o bajos niveles y de ahí radica la fuerza y el empuje de las cosas.

Las razones para irse, marcharse, largarse o ya coloquialmente “exiliarse” son respetables en su mayoría pero, lamentablemente el título de “exiliado” suena más caché y rimbombante que el de “inmigrante”, ¿Cuál es la realidad más allá de una fotico o un estado?, ¿De verdad aquellos siguen luchando por las razones que los impulsaron a irse o sencillamente ya las abandonaron? Es un error garrafal generalizar y no pretendo hacerlo, más que eso, pretendo que estas letras algo dejen para pensar.

La patria ha llamado nuevamente a que la defiendan con todos los hierros y siguen unos pocos haciéndolo incansablemente, ya es una frase cliché el “pronto regresarán” pero, realmente ¿Muchos están dispuestos a regresar? Luego de gozar, entre esfuerzos y sacrificios, por mucho tiempo las comodidades de otros países ¿Será que están dispuestos a echarle el camión de pierna que requiere Venezuela para reconstruirla? Si la respuesta es afirmativa… ¿Cómo, cuándo y con qué?

Migrar no es fácil, nada fácil, y eso no está en discusión. Se requiere estabilidad emocional, psicológica y financiera. Me quito el sombrero por aquellos que lo hacen por las razones justas y no olvidan sus raíces. Que más allá de “turistear” hacen el esfuerzo sobrehumano y se aferran a la razón por la cual se marcharon. Me quito el sombrero por aquellos que buscan la manera de formarse, forjarse y de algún modo u otro apoyan, aunque sea con un mensaje de aliento, a esos hermanos venezolanos que aún siguen labrando el camino hacia la nueva Venezuela. Me quito el sombrero por aquellos que llevan el Tricolor entre pecho y espalda, más allá de tenerlo en la pared para tomarse una selfie. Me quito el sombrero por aquellos que están lejos pero que no olvidan.

Posdata

Estas letras no son producto de mi imaginación, me las contó doña Carmen que la conocí causalmente en una parada esperando el bus que nunca llegó…

Jorge Francisco Sambrano


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