Si vamos todos a lo mejor nos escuchan, dijo uno de los que estaban haciendo la cola para surtir gasolina en Venezuela. Yo los miré. El sol del mediodía ‘partía tejas’ y el hambre hacía sonar los estómagos. Varios se levantaron y se sacudieron el polvo de los pantalones. Otros se fueron a cerrar sus vehículos. Pero la mayoría permaneció impasible mirando cómo los cuatro hombres se alejaban rumbo a la gasolinera para protestar frente a los guardias y policías, quienes, de manera descarada dejaban pasar a los que, apenas llegaban, les permitían la entrada para surtir.
No sé qué van a ganar con ir a protestar, dijo un señor que estaba a mi lado. –Desde hace más de 8 años estuvimos peleando en las calles de todo el país y lo que ganamos fueron muertos, desaparecidos y presos. Todos ya se olvidaron de eso. Los políticos de la oposición andan disfrutando de sus negocios con el régimen o fuera del país con sus familias, bien acomodados. Nos dejaron solos y aquí estamos, -señalando la interminable cola de vehículos. Pasando calamidades y frustrados.
Por Juan Guerrero
Hubo un silencio de aprobación y desconsuelo. No sabría definirlo. Quizás porque ya íbamos para 7 horas esperando para entrar y surtir gasolina. O porque ya en los rostros solo se aprecia agotamiento, cansancio extremo e incredulidad para soportar las horas, los días, las semanas y los meses que van pasando y caen como agobiantes dudas de sobrevivencia de este día y de todos los días.
Es que la rabia hace tiempo se transformó, más que en frustración, en sobrevivencia. El agotamiento físico, mental y espiritual, dio pasó a una suma de calamidades que algunos especialistas denominan como, ‘burnout”, o ‘persona quemada o bloqueada’. Ese cansancio crónico, extremo. La sensación de pérdida total de interés por la vida. Solo buscar sobrevivir, alimentarnos mientras pasan las horas. Es que en la Venezuela actual se han perdido todas las aristas que nos daban seguridad y nos instalaban en la normalidad de una realidad que ofrecía un destino, un futuro. Pero ya no sabemos si realmente vivimos en una sociedad y, pero aun, sintiendo que no existe Estado que nos proteja, mientras el gobierno se transformó en un régimen totalitario que humilla, veja y maltrata al ciudadano.
-La verdad, le escuché decir a un flaco y larguirucho señor que hacía la interminable cola, que aquí cada quien resuelve como puede. –Fíjese usted, señalándome. Con el negocio de la gasolina cada uno de ellos tiene su tajada. Sale de los llenaderos la gandola y ya los generales obtienen su cuota, luego llega acá y quienes administran la estación de gasolina, también le ganan, después, los policías y militares que custodian, venden los puestos y sacan sus dólares. Total, que esto es un negocio de corrupción muy difícil de solucionar. –Y ni se le ocurra decirle en sus caras que son corruptos porque lo sacan de la cola y se lo llevan preso, y nadie lo va a defender.
Es esa la sensación de indefensión, de amarga humillación y violencia contenida frente a la violencia representada en unos uniformes que defienden lo ilegal.
Nadie sabe a ciencia cierta si mañana amaneceremos sin agua, sin electricidad, con la inseguridad de saber si podremos comprar una bombona de gas doméstico para alimentarnos, si el Internet funcionará o si llegará la gasolina. Estos son los límites que cercan la vida del venezolano que habita un espacio geográfico llamado Venezuela. En la mirada del semejante uno intuye la tragedia compartida del día a día. La frustración de hacer una interminable fila para, después de cuatro o seis horas, escuchar que se terminó la gasolina y no saber si mañana volverán a surtir.
El drama psicológico, la tragedia colectiva se cuenta en historias de abuelos abandonados que prefieren dejar de comer para que sus nietos puedan alimentarse y alargar la vida para que puedan ser hombres y mujeres y alcancen a vivir un poco más. –Yo ya viví y es mejor que le des la arepa al niño que está creciendo. Cuenta uno que supo de una abuelita que se dejó morir de hambre para que su nieto pudiera comer.
Yo escucho y me hago el desentendido para no seguir en este calvario de historias de anónimas voces que hablan mientras esperan surtir de gasolina sus vehículos. –Pero mire que en Carache (pueblito andino) llega una gandola cada quince días, dice un joven camionero. –Allá uno tiene que anotarse en un cuaderno que lleva un funcionario y después, debe irse de madrugada a la única gasolinera del pueblo. –Aquí, al menos, a uno le dan un número y ya medio asegura que podrá surtir gasolina, dice el joven esperanzado.
Ya en mi casa, apenas entrando, comenzó el corte de electricidad que también le toca a la estación de servicio donde el joven esperanzado, varios vehículos detrás de mí, tenía horas esperando para surtir gasolina.
Por Juan Guerrero
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