Jimir, Yuri y Belquis jamás se vieron aunque estuvieron en sitios parecidos, jamás hablaron, pero si lo hubieran hecho en la penúltima parada que les deparó su azarosa vida de migrantes, huyendo de Chile, se habrían sorprendido de qué parejos eran sus sueños rotos, sus miedos, su destino compartido.
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Jimir, edad indefinida, pelo desgreñado, enteca y de espíritu combativo llegó a la frontera entre Chile y Perú hace más de tres semanas con la intención de completar su enésima huída de la pobreza, esta vez de regreso a Colombia, y allí sigue, malviviendo entre cartones y plástico, porque el país donde trabajaba -Chile- no le deja salir y al que necesita entrar para completar su periplo – Perú- tampoco le quiere abrir la puerta.
Su delito, haber entrado de forma irregular en Chile, donde durante algún tiempo pudo trabajar como empleada doméstica o en el sector servicios, sin contrato, en el mercado informal.
«Yo estaba trabajando aquí, yo ayudaba a mi papá, mi hija, a mi hermana. Pero La situación para acá se puso muy difícil», explica a Jimir Coromoto en alusión al aumento de la violencia en Chile y a los cambios legislativos introducidos al calor del debate político, en particular la recomendación de la fiscalía general chilena de que se decrete prisión preventiva para aquellos migrantes sin documentos sospechosos de haber cometido un delito.
«No podemos trabajar aquí porque piden mucho documento, piden demasiado documento, no tenemos pasaporte ni visa. No tenemos cédula chilena. Somos venezolanos, pero hay paisanos que vienen a hacer cosas que no deben hacer aquí ni en sus países y por ellos pagamos todo, pagamos el plato roto todos», se queja la venezolana.
El ocaso está a punto de desplomarse sobre el Pacífico y en el secarral que separa Chile de Perú la humedad del mar se mezcla con el viento otoñal proveniente del altiplano, tumbando las temperaturas nocturnas.
A su alrededor, cerca de 400 personas más, todas ellas hombres, mujeres y niños que tratan de cruzar la divisoria, rebuscan en sus raídas bolsas como combatir una noche más el frío.
A ver si «al menos al Gobierno se le ablanda el corazón, si tiene familia, hijos, nosotros también tenemos hijos, tenemos familia, todos no somos iguales. Si se le ablandara el corazón, de manera que abriera la frontera (y así) una puede salir, aunque sea para trabajar en Colombia, porque no nos vamos a quedar aquí en Perú a echarle vaina, no», implora.
Xenofobia
Algunos metros más allá, Belquis Vasques asegura, por su parte que quiere regresar a Venezuela porque tras seis años de dar tumbos por su Suramérica extraña sus raíces
«Viví en Perú, viví en Ecuador, me vine a Chile y bueno, quiero intentarlo en mi país. Sé que las cosas están difíciles en mi país, pero qué pasa, te explico. En estos países tienes un poco de estabilidad económica, pero (aquí) la xenofobia, el clasismo, el racismo… los niños en el colegio sufren mucho de ‘bullying’», denuncia.
«Y eso es una de las cosas que te hace pensar ¿qué haces con tener estabilidad económica pero sin tener estabilidad emocional», se pregunta.
Vasques llegó a la frontera a principios de mayo, igualmente temerosa de las nuevas leyes pero sobre todo de no haber podido integrarse en el país pese a haber trabajado duro -dice- y fue una de las cerca de 200 afortunadas que lograron un asiento en el vuelo de repatriación que despegó de la zona el pasado 7 de mayo rumbo a Caracas.
«Sí escuché que las cosas estaban difícil el ingreso a Perú, pero acá llevo 8 días. El Gobierno de Perú cerró las fronteras porque dicen que somos unos delincuentes, somos asesinos que no nos quieren en su país. Yo no soy una delincuente, no soy una asesina. Simplemente soy una madre que quiere cruzar por Perú para llegar a su país», dijo a EFE horas antes de partir, entre las bolsas tendidas de cuerdas que fue durante ese tiempo su hogar.
«Lo hago en Venezuela»
A Yuri Gil, estilista de profesión, apenas cinco meses le han servido para descubrir las miserias y las trampas que se esconden tras la migración irregular, un fenómeno mundial ahora al alza también en Suramérica, y en particular en Chile, un país durante décadas encerrado en sí mismo.
«Yo soy estilista, trabajaba en Santiago de Chile como estilista. Quisiera retornar a mi país para hacer lo mismo. Para continuar con mi trabajo», señala con pasión antes de asegurar que apenas ha estado cinco meses y explicar porqué no logró adaptarse.
«De noche, muy frío, muy frío. Nos da miedo, estar aquí con los niños porque tenemos niños pequeños. Nos da miedo que se nos enfermen. Este con las trancas que han hecho, nos tuvimos que mudar a este lugar porque nos daba miedo tenerlos en aquel lugar», agrega antes de agradecer la solidaridad de algunos habitantes de la zona.
«Si hemos sobrevivido varios días de acá gracias a Dios y los chilenos no traen comida. Y hemos podido medio sobrevivir con los niños. No es fácil», agrega. Su odisea también cerró capítulo el domingo: Gil también fue de las afortunadas que pudo abordar el primer avión enviado desde Venezuela.
Según dijo este viernes el secretario de Interior Manuel Monsalve, Chile y Venezuela negocian los términos para un acuerdo más amplio que facilite la repatriación y expulsión de los migrantes ponga fin a este drama de frontera.
Con información de EFE
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