Según los clásicos, la prudencia no es una ciencia ni un arte, sino una virtud consistente en aquella sabiduría práctica o capacidad, adquirida por la acumulación de experiencias, que hace actuar en cada caso.
Aristóteles decía que «la única virtud especial exclusiva del mando es la prudencia, todas las demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que mandan. La prudencia no es la virtud del súbdito; la virtud propia de éste es la confianza en su jefe…»
Por Manuel Barreto
Nos encontramos que el Diccionario de la Real Academia propone en la tercera acepción del término la siguiente definición: «Una de las cuatro virtudes cardinales, que consiste en discernir y distinguir lo que es bueno o malo, para seguirlo o huir de ello».
No resulta fácil encontrar una exacta definición de prudencia, pero he aquí una aproximación que parece adecuarse al asunto que ahora nos ocupa: podemos decir que es la virtud moral que perfecciona nuestra razón práctica para elegir en toda circunstancia los mejores medios para alcanzar nuestros fines, subordinándolos al fin último. La virtud de la prudencia se basa en utilizar la racionalidad, pues perfecciona el intelecto práctico y la voluntad. Es regla y medida del acierto.
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Etimológicamente el vocablo prudencia deriva de la voz latina prudentia, a su vez vinculada con providentia, ver desde lejos, fijarse en el fin lejano que se intenta, ordenando a él los medios oportunos y prever las consecuencias, hecho éste que nos indica que para lograrla se hace necesario contar con tacto y experiencia, ya que el prudente necesita prever las consecuencias de sus decisiones.
Y esa interminable búsqueda debe acompañarse de la exigente prudencia política, sin dejar espacio para más desaciertos, incluyendo la insensata temeridad que suele conducir a la apresurada actuación sin la debida reflexión, propia de los autosuficientes, aventureros e incapaces de ponderar la realidad del delicado momento en el cual les ha tocado asumir posiciones relevantes, bien sea por falta de madurez o de juicio; por la presunción del logro asegurado. O por dejarse llevar por ideas preconcebidas, arranques extemporáneos y radicalismos innecesarios; sin ponderar rigurosamente los efectos negativos y divergentes de sus actos.
Se aparta de la prudencia aquel personaje que se obnubila por su pasión desenfrenada, por su orgullo y altanería. Para nadie es un secreto que la actividad política verdadera, es una de las mayores manifestaciones de prudencial sabiduría.
Hace 500 años Maquiavelo lo planteaba al precisar cuál es la mejor alternativa del político: ¿la audacia o la prudencia? Él mismo se respondía: ambas estrategias son válidas, legítimas y, de acuerdo a las circunstancias, la suerte puede favorecer la una o la otra. Se puede alcanzar el éxito o fracasar en el intento, siendo audaz y prudente. No obstante, señala que las circunstancias cambian, lo que obligaría a innovar en el actuar. Esta sería la clave para Maquiavelo.
430 años después, Rómulo Betancourt, un asiduo lector del precursor de la ciencia política, dejó anotada esta vigente reflexión: «La verdad es que nosotros no podemos pensar, en estos momentos precisos, en organizar una acción violenta que venga de los cuarteles a la calle, porque la inmensa mayoría de los oficiales afectos a las ideas democráticas han sido dados de baja, o no tienen mando de tropas, o están en la cárcel o el destierro, o traicionados por el tirano. Si no es posible organizar una acción de este tipo no nos queda como posible sino la acción popular de masas, constante, valiente, perseverante. Esa acción debe ser conducida hacia una encrucijada en que ya no sea tolerable por el país la existencia de un régimen de usurpación, y la cólera popular se exprese en forma tan avasallante que ya no puedan detenerla las bayonetas».
El gran Victor Hugo decía que es extraña la ligereza con que los malvados creen que todo les saldrá bien; luego, dependerá la actitud crítica, de la capacidad de resistencia, de la rebeldía inteligente, de la imaginación coherente, el rescate del país que merecemos y anhelamos como sociedad.
Por Manuel Barreto
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