El derecho a vivir sin temor lo recoge el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Mas lo cierto es que la Humanidad vive atemorizada. La retórica diplomática y la que circula a través de las redes prefiere reparar en el derecho de los gobiernos o de los movimientos terroristas, calificando a estos como víctimas insurrectas, y tremolar los principios de independencia y autodeterminación mientras la muerte enseñorea.
Sólo en 2023 cayeron víctimas fatales del consumo de drogas en Estados Unidos 97.231 personas. Y sumados los soldados muertos durante las guerras de Vietnam, Irak (Tormenta del desierto) y Kuwait (Operación Libertad), alcanzan a 62.857 norteamericanos.
En Venezuela, hacia 1999, 4.500 venezolanos murieron víctimas de homicidios en un momento de severa contracción de los ingresos petroleros. Mas llegada la revolución narcoterrorista y nadando el país en petrodólares, los homicidios escalaron hasta la cota de 18.000 víctimas, sólo en 2011. La droga y el delito campean desde ese tiempo y se les tamiza bajo el alegato de que son la consecuencia de injusticias sociales no resueltas. Es el mismo argumento que le vende el celebérrimo expresidente Zapatero a la ONU, en 2005, para impedir que se castigase al terrorismo deslocalizado, que con su accionar el 11 de septiembre dejó a la vera a 2.977 personas procedentes de 90 países, en un solo día. ¿De qué hablamos, entonces?
Por Asdrúbal Aguiar
Una vida que se pierda sea la que fuere, o que se extravíe, siempre representa una baja para el género humano. Sin embargo, aún se conjuga en función del príncipe, del Estado y su gobierno, pasando aquél a segundo plano. Se le explota en el altar de las falacias, banalizándoselo, remitiendo su importancia a la luz del bando en el que se ubique. Es el caso de Israel y Gaza, que comienza con el asesinato por Hamas de unos 500 jóvenes judíos participantes de una celebración mientras secuestra a otro número importante para tenerlos como escudos. Con el pasar del tiempo, la nación de las víctimas es vista como genocida, y buena parte de los actores internacionales, respondiendo a una razón de poder e ideológica repiten la acusación como un mantra. Atizan así, sin buscar detenerla, la espiral de la violencia global.
Así, la palabra genocidio, desnaturalizándosela, ha invadido los recintos de la ONU, pero no para denunciar la gravedad de un conflicto armado que urge detener y que es eso, un conflicto. Pero los llamados a detenerlo, tras un ejercicio evidente de legítima defensa, el Consejo de Seguridad de la ONU, nada cierto ha hecho al respecto.
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Han muerto en la guerra dentro de la franja de Gaza 67.000 personas desde 2023, incluidos adultos y niños, inocentes que se lleva por delante toda conflagración. Pero se habla de genocidio con un claro propósito. Viene desde atrás, desde 1989, cuando se inicia el proceso de desmontaje de las raíces judeocristianas en Occidente. Nada mejor, pues, que comenzar tirando al cesto del olvido al Holocausto, pues fue la base del orden internacional que emergió en 1945 y ha hecho aguas.
¿O es que olvida el cenáculo de la ONU que el genocidio en Ruanda, ocurrido en 1994 y que duró 100 días acabó con la vida de 800.000 personas? Y claro que lo olvida y oculta. La investigación dio como resultado que los responsables, por omisión, habían sido el Secretario General y los miembros del Consejo de Seguridad.
Y que decir del «genocidio oculto» en Yemen, una guerra contra los civiles que ha causado 377.000 muertos sin dolientes. Tampoco se habla, salvo el grito silenciado del Vaticano, de los 200 cristianos asesinados y quemados vivos en Nigeria al apenas iniciarse el presente año, que se suman a los 167 católicos de la masacre de Pascua en Sri Lanka.
Si perturbar el significado de los significantes es regla, ¿no es genocidio, pregunto, que hayan sido purgados por el régimen de Caracas y corridos de su territorio, víctimas de la xenofobia, 9.000.000 de venezolanos que forman una diáspora sin Torá?; y, ¿cómo debe calificar al millón de bajas – gente de carne y hueso, soldados – estimadas hasta 2024 por la agresión rusa contra el pueblo ucraniano, causando un desplazamiento de 11 millones de personas?
El mundo es, si al caso vamos, un genocidio. Causa vergüenza que el presidente de Colombia, Gustavo Petro, quien llega al poder después de abandonar las catacumbas del narcoterrorismo y con las manos ensangrentadas, desde el pódium de Nueva York grite a todo pulmón, evidenciando su agonía política, que Estados Unidos masacra a inocentes en el Caribe, acusándoles falazmente de narcotraficantes.
Debo decir, entonces, como defensor que he sido, por décadas, del derecho humano a la paz, que me frustra hacer parte de unas generaciones que – dada la polaridad y la pérdida común del sentido común – debaten sobre si estuvo o no bien haber asesinado a Charlie Kirk, a su palabra. No pocos jóvenes, satánicamente, han celebrado el hecho.
Si acaso sobreviven tras el fracaso de la ONU algunas normas universales de la decencia humana, todos y cada uno de los Estados han de reparar sobre el grave deber que tienen de asegurar que cada hombre y mujer, sito en sus territorios, viva sin terror su cotidiana existencia. Tienen éstos el derecho natural de ser defendidos y protegidos, sean cuales fueren las limitaciones y falencias del ordenamiento jurídico internacional. Eso ha hecho Israel, sin lugar a duda, amenazado por todos los flancos y en su existencia, por cuestionable que sea – que lo es – la desproporción de su respuesta. Vale lo dicho por Felipe González recién, a saber, que, si a quienes globalmente defienden y con legitimidad al pueblo palestino desde las calles, les interesase cuidar de la vida e integridad de los jóvenes y niños inocentes de dicha nación ¿por qué no protestan para que Hamas libere a las víctimas inocentes de Israel que mantiene bajo secuestro?
Vuelvo a lo antes dicho. A nadie, a ninguna de las élites que discurren por los pasillos de Naciones Unidas les interesa hacer cesar la violencia en el planeta. Todas a una conjugan en favor de sus poderes y complejos históricos, atizando, sí, la guerra de todos contra Estados Unidos y lo que representa Occidente. Derrotar a Israel hace parte de esa trama, no nos engañemos. Tanto como hace parte de la misma trama el reescribir la historia que se hace y la pasada, adánicamente. Por lo que, al Holocausto, cabe repetirlo, se le busca situar en el mismo plano metafórico que el Génesis y el Paraíso Terrenal. Hitler, entonces, no hizo lo que hizo, como tampoco es realidad – Petro dixit – el Cártel de los Soles venezolano.
El derecho a vivir sin temor
Alguna vez, la ilustre Comisión de Derecho Internacional de Naciones Unidas, sin ser atendida, recordó que “la injerencia en los asuntos internos o externos de los Estados plantea, en primer término, el problema de determinar el sentido que se le ha de dar al concepto de injerencia. Es notorio que, en ciertas esferas, al menos en la de los derechos humanos, los asuntos internos de los Estados ya no encuentren un fundamento tan sólido como antes en la soberanía absoluta del Estado; cada vez más se imponen limitaciones a los Estados mediante declaraciones internacionales o por el jus cogens”. Así rezaba su Informe de 1985
Es este, pues, el dilema concreto a resolver, omitir el comportamiento de los movimientos terroristas o del mismo terrorismo de Estado purificándolo, como acontece vs. proteger la vida de las víctimas secuestradas por y bajo el terror, sean o no judías, sean o no palestinas.
La Responsabilidad de Proteger, esa que pesa sobre cada Estado y su gobierno y sobre todos los Estados, actúen éstos de manera individual y como respuesta al orden público universal o lo hagan, preferentemente, juntos para desarticular toda forma de violencia y asegurar que toda nación viva sin temor, no apareció, ni por asomo, en los discursos de la ONU durante la Asamblea General reciente y en curso.
De suyo, hasta el presente, la estratagema de los diplomáticos del siglo XXI no es otra que dividir y polarizar, “ideológicamente”, a la opinión pública internacional. Hacer de las víctimas victimarios y de los victimarios misioneros en procura de que se salden las injusticias que los han llevado hasta las trincheras del terrorismo, justificándolo.
El terrorismo, ahora integrado al narcotráfico y bajo la máscara de la política, blindado con los atributos de la soberanía del Estado que los acoge para su beneficio, avanza en su propósito. Castra en cada ser humano su fortaleza y capacidad para el ejercicio de su personalidad social y política. Le niega, en suma, la libertad y la experiencia posible de la democracia. Fractura, desde la base, las raíces culturales de su pertenencia.
Fue lucida bajo esta perspectiva innovadora, aquí sí y por lo mismo, la iniciativa de las Naciones Unidas en 1998, cuando ató la lucha frontal e internacional contra el terrorismo a las exigencias de la garantía universal de los derechos humanos. La Asamblea General de la ONU “expresó su solidaridad con las víctimas del terrorismo”, condenó las violaciones del derecho a vivir sin temor y del derecho a la vida, la libertad y la seguridad; reiteró su condena inequívoca de todos los actos, métodos y prácticas de terrorismo en todas sus formas y manifestaciones, por ser actividades cuyo objeto es la destrucción de los derechos humanos, las libertades fundamentales y la democracia, que constituyen una amenaza para la integridad territorial y la seguridad de los Estados, desestabilizan a gobiernos legítimamente constituidos, socavan la sociedad civil pluralista y redundan en detrimento del desarrollo económico y social de los Estados.
En suma, exhortó a los Estados a que adopten todas las medidas necesarias y efectivas de conformidad con las disposiciones pertinentes del derecho internacional, incluidas las normas internacionales de derechos humanos, para prevenir, combatir y eliminar todos los actos de terrorismo en todas sus formas y manifestaciones, dondequiera que se cometan y quienquiera que sea que los cometa”.
Kofi Annan, fijándole doctrina al sistema de Naciones Unidas, le hizo ver, sin que los órganos de este escuchasen, que “entre las amenazas a la paz y la seguridad en el siglo XXI se cuentan no sólo la guerra y los conflictos internacionales, sino los disturbios civiles, la delincuencia organizada, el terrorismo y las armas de destrucción en masa”. “En nuestro mundo globalizado, las amenazas que debemos afrontar están interconectadas”. “En vista de esta interconexión de las amenazas, debemos alcanzar un nuevo consenso en materia de seguridad, cuyo primer artículo ha de ser que todos tenemos derecho a vivir libres de temor y que todo lo que amenaza a uno amenaza a todos. Una vez comprendido esto, no tenemos otra opción que afrontar toda la serie de amenazas existentes”, precisó el Secretario General de la ONU en su Informe a la Asamblea General de 2005.
Sobre el actual descampado normativo; la ineficacia e insuficiencia de los ordenamientos internacionales sectoriales relacionados sea con el terrorismo, el narcotráfico o el comportamiento criminal de Estados soberanos; como la parálisis del sistema internacional en un momento de reordenación global y de aceleración en las fuerzas deconstructivas que buscan frenarla para así prorrogar el imperio disolvente del crimen organizado transnacional, resta como única solución el accionar inorgánico del law enforcement. Se trata de desarraigar al mal absoluto, bajo la guía del principio de moral universal pro homine et libertatis.
“El planeta está al borde del abismo”, dijo hace un año el actual secretario de la ONU, António Guterres. Entre tanto Hamas persistía en sus acciones terroristas y las respuestas de Israel cobraban vidas inocentes. Así es la guerra, se dirá. Pero Guterres, desde Nairobi, en punto equidistante a los de las tragedias ocurridas en Ruanda y Yemen, y mientras el mundo se nos ha vuelto un “genocidio”, prefiere hablar de la cuestión verde y los problemas de género. Eso sí, culpa a la Humanidad – lo afirmó – de nuestros males presentes.
Por Asdrúbal Aguiar
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