Opinión

La música y los gatos

El pasado 29 de octubre se celebró el Día del Gato. En mi casa siempre hubo gatos. Mi hermana me cuenta que la primera en formar parte de la familia se llamó Remí, quien desapareció misteriosa y justamente cuando mi abuela Tata, mamá de mi mamá, nos visitó (¿coincidencia? Eso queda para otro artículo).
Después vino un largo etcétera gatuno: Kissie, Gillete, Penélope, Cara Sucia, Ivana “la terrible”, Bizcocha, Calígula, Catire, Sombra… y, actualmente, Richard Parker y Ariel, esta última, la verdadera dueña de la casa. Los animales y la música nunca han faltado en nuestro hogar.

Por Juan Pablo Correa Feo

Hay algo misterioso en la relación entre los gatos y la música. No sé si sea eso de parecer ver todo con los ojos entrecerrados, como si comprendieran sabia e indiferentemente lo que está pasando alrededor. Desde hace años, los gatos se pasean entre los instrumentos, se acuestan sobre las partituras y aparentan disfrutar del sonido de las prácticas y los ensayos. Y, aunque parezca broma, más de un compositor ha tenido la oportunidad de inspirarse en ellos.

Una de las historias más antiguas viene del siglo XVIII y tiene como protagonista al virtuoso Domenico Scarlatti, el gran maestro de las sonatas para clavecín. Se dice que, cierto día, su gato decidió explorar el teclado y dejó caer las patas sobre unas notas que al oído humano sonarían al azar, pero que al oído de Scarlatti parecieron un hallazgo. El compositor, fascinado por aquel motivo extraño y quebrado, lo anotó y terminó construyendo a partir de él una fuga. Así nació, según la leyenda, la célebre “Fuga del gato”, la Sonata en sol menor K.30: https://www.youtube.com/watch?v=ebmMBvuxRkg  

No hay documento que confirme que el felino haya sido realmente coautor, pero el mito persiste porque tiene algo de verdad emocional: a veces la inspiración aparece en los lugares menos pensados. La “Fuga del gato” es hoy una de las piezas más interpretadas de Scarlatti, y si uno escucha su tema inicial, sinuoso y juguetón, puede imaginar perfectamente a un gato caminando sobre un teclado antiguo con la elegancia de quien nunca pisa en falso.

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Un siglo después, otro genio italiano, Gioachino Rossini, transformaría la delicadeza felina en una travesura sonora. Con su inconfundible sentido del humor, se burló de la pompa operática y nos regaló el inolvidable Dueto de los gatos, una deliciosa parodia donde el arte se disfraza de maullido: https://www.youtube.com/watch?v=XBBKzpn6TME 

El “Duetto buffo di due gatti” es una parodia deliciosa en la que dos cantantes se comunican únicamente con la palabra “miau”. Lo demás es puro teatro: drama, coqueteo, celos y reconciliación, todo expresado con inflexiones felinas. La pieza se volvió un clásico de los recitales. No hay cantante que no haya querido, alguna vez, transformarse en gato por unos minutos, midiendo su virtuosismo en miaus. Si Scarlatti había oído el misterio, Rossini encontró la risa. Ambos, sin saberlo, dejaron constancia de que los gatos también pueden ser una lección de estilo: imprevisibles, gráciles, desobedientes y siempre un poco teatrales.

Siguiendo ese hilo invisible que une a los felinos con el pentagrama, llegamos al siglo XX con una historia verdadera y maravillosa: la de Morris Moshe Cotel y su gata Ketzel. Cotel era compositor y profesor en el Peabody Conservatory de Baltimore. Una mañana, mientras ensayaba en su piano, la pequeña Ketzel decidió intervenir en la creación. Caminó lentamente sobre el teclado, dejando una serie de notas que, por pura casualidad o por puro instinto, tenían sentido.

Cotel, en lugar de apartarla, se quedó escuchando. Anotó cada nota, la organizó y terminó escribiendo una pieza de un minuto titulada “Piece for Piano: Four Paws”. La envió a un concurso en París, sin demasiadas expectativas, y para su sorpresa, la obra obtuvo una mención honorífica. Cuando lo llamaron para felicitarlo, explicó que la verdadera autora era su gata: https://www.youtube.com/watch?v=qmTfOaYFgYA 

A partir de allí, Ketzel se convirtió en una pequeña celebridad. Su música fue publicada, interpretada y hasta inspiró un libro infantil. Su historia, más que una anécdota, es una metáfora perfecta de lo que significa tener los oídos abiertos al azar. No toda música nace de la voluntad: a veces surge del accidente, de un salto felino o de una caminata sobre las teclas.

Y cuando parecía que la alianza entre gatos y músicos había llegado a su clímax, apareció en el siglo XXI el compositor lituano Mindaugas Piečaitis con su sorprendente “CATcerto”, una obra escrita para orquesta de cámara… y una gata solista.

Piečaitis descubrió en internet a Nora, una gata estadounidense que “tocaba” el piano en los videos de sus dueños: https://www.youtube.com/watch?v=v0zgQAp7EYw. En lugar de reírse, el compositor la tomó en serio: transcribió los sonidos que Nora producía, organizó su improvisación, y escribió una partitura donde la orquesta dialoga con el video de la gata, proyectado en pantalla.

El resultado es tan hermoso como ingenioso. La orquesta responde, comenta y acompaña a Nora, que en el video parece escuchar, pensar y tocar a su manera. En 2009, el CATcerto se estrenó en Lituania con gran éxito. No era una broma: era una declaración de amor a la creatividad y una reflexión sobre los límites entre el arte humano y el instinto animal: https://www.youtube.com/watch?v=qmTfOaYFgYA 

Scarlatti, Rossini, Cotel y Piečaitis nunca se conocieron, pero los une una misma complicidad. Cada uno, desde su siglo, reconoció en el gato una chispa distinta: el misterio, la ironía, el azar y la ternura. Cuatro maneras de escuchar lo inesperado y transformarlo en música.

En el panorama musical venezolano, nuestro queridísimo y recientemente fallecido Henry Martínez nos dejó Para Elisa, una canción que cuenta con humor y ternura la historia del extravío de su gata: https://www.youtube.com/watch?v=OFzecYIIaWI 

Tal vez lo fascinante de estas historias no es tanto el gato, sino la actitud del músico. En todos los casos, hubo alguien que decidió no espantar al animal, sino escuchar lo que tenía que decir. Y eso, en esencia, es el oficio del artista: oír lo que nadie más oye.

Quizás los gatos nos recuerdan que la música no pertenece solo al mundo de los hombres. Que antes de la técnica, existía el instinto. Que cada sonido, incluso el más pequeño o el más extraño, puede esconder belleza. Por eso, cuando un gato se pasea sobre el piano, en lugar de espantarlo, conviene dejarlo ser. Tal vez esté componiendo algo que nosotros todavía no sabemos escuchar. Porque, al fin y al cabo, los gatos no tocan el piano: lo sueñan. Y a veces, con un golpe de pata, nos despiertan la inspiración.

juanpablocorreafeo@gmail.com 

Por Juan Pablo Correa Feo


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