Opinión

Un millón en la calle

Un millón de personas en la calle. Es la cantidad de gente que se movilizó en
Caracas durante la caravana de arranque de la campaña electoral por el equipo
de la Plataforma Unitaria, según las estimaciones de la encuestadora Meganálisis:
la avenida Francisco de Miranda a tope, desde Chacaíto hasta más allá de El
Marqués. Se acuerda uno de las gigamarchas de 2002 y 2003, cuando había
empeño y gente para gritarle al régimen que se fuera. Las mismas marchas que
se fueron apagando, como en fade out, con el fin del paro cívico, las
negociaciones, la subida de los precios del petróleo y -por tanto- la capacidad del
chavismo para repartir becas, misiones y todo el populismo que hiciera falta, hasta
que finalmente un revocatorio en 2004 que supuestamente ganó el incumbente
(soy de los que aún mantiene una duda razonable sobre la limpieza de aquellos
resultados) le echó el balde de agua fría a lo que quedaba del empuje opositor.

Por Alberto Rial

Hoy, más de 20 años y 8 millones de emigrantes después, el soberano le vuelve a
gritar al régimen que se le acabó el tiempo, que no hay prórroga y que vaya
recogiendo sus macundales. Han ocurrido tantos episodios de escasez,
precariedad, falta de libertad y abusos oficiales que se encendió de nuevo el fuego
de la protesta. Probablemente las elecciones primarias de octubre del año pasado
fueron el disparador de un proceso de cambio que no se ha detenido desde
entonces y que cada día se fortalece. De repente, estimulados por un liderazgo
opositor consistente y vertical, los habitantes de este territorio -que alguna vez fue
una república- empezaron a rebobinar y a reflexionar sobre lo que ha pasado y
cómo se han deteriorado sus condiciones de vida y cómo el futuro luce extraviado
hasta que terminaron por sedimentar y asumir la conclusión obvia de que hay un
grupo, una mafia, una banda que es la gran responsable de la tragedia y hay que
obligarla a salir de su búnker. No hay de otra.

Leer más: ¡Necesitamos un mundo más inclusivo!

Por primera vez en muchos años parece haber una visión compartida por la gran
mayoría de que es posible regresar a la democracia y a la prosperidad a través de
un mecanismo pacífico y civilizado como es el voto. A pesar de que el régimen
muestra todos los días sus mañas amenazando, encarcelando inocentes,
cerrando emisoras de radio, preparando trácalas y clausurando negocios, no hay
indicios de miedo en las multitudes que se juntan para apoyar a la oposición. Todo
lo contrario, parece que lo que hay es una determinación a cambiar el rumbo del
país y una convicción de que ese rumbo no se cambia sin una sacudida de mata
que desplace a los que llevan 25 años mandando y los sustituya por un equipo
nuevo, competente, honesto y responsable, por solo mencionar algunos atributos
de los cuales carece la sargentada que ocupa el poder.

No sabemos si esa mayoría que apoya a la opción unitaria está al tanto de que
habrá que pasar varios puentes –con poca estabilidad, rodeados de caimanes y
resguardados con cañones- antes de llegar al paraíso perdido. Primero hay que
ganar las elecciones, después hay que cobrar, luego hay que mantenerse y
finalmente arrancar con un cambio que tendrá obstáculos, resistencia y mucha
impaciencia por parte de los millones de damnificados del chavismo. La “bonanza”
a la que se aspira –llámese esta sueldos dignos, seguridad, alivio de la escasez o
regreso de los que emigraron- no será de inmediato ni mucho menos. El grado de
destrucción y quiebra a la que han llevado a Venezuela es de una magnitud tal
que tomará un buen tiempo antes de que la gente se sienta de nuevo en un país
normal y tenga aspiraciones de mejorar su vida. Sin embargo, el público no está
para discutir visiones ni estrategias de gobierno; por ahora, la tarea le llega hasta
el 28 de julio, y consiste en sacar más votos que el rival y defender la victoria. Solo
hay que estar conscientes de que el día 29 comienza el trabajo de verdad, el de la
persistencia, el que no termina, el de todos los días, el que asegure que la cabeza
de playa llegue más allá y se pierda de vista.

Por Alberto Rial

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