Más elecciones. Ahora el CNE invita a votar el próximo 27 de julio por los 335 alcaldes y 2471 concejales de los municipios que conforman los 23 estados del país (el estado Guayana Esequiba aún no tiene municipios). Otra vez concursan los candidatos del oficialismo contra el alacranato que pretende representar a la oposición. Otra vez la seña desde el frente opositor es la abstención masiva, para poner en evidencia que la factura del 28J de 2024 está pendiente, y para ratificar que esa cuenta por cobrar seguirá siendo un freno a la participación del soberano mientras no ocurra el cambio de gobierno que debe el chavismo desde hace un año.
Por Alberto Rial
Los números deberán estar en el mismo orden que en los comicios de gobernadores del pasado mes de mayo. Una encuesta reciente de Meganálisis sitúa la abstención en el 87%, y por ahí debe andar la cifra, aunque de seguro el ministerio de elecciones se inventará unos millones de votos y tratará de llegar al 28% que cantaron en mayo. Pero ni la gente se cree las cifras oficiales ni la ilegitimidad de las autoridades electas y en funciones –sin actas, sin evidencias y con la obviedad de la trampa- se borra con números sobre papel. Y así pasa el tiempo, entre uno y otro evento, con mucha convicción y optimismo desde las gradas pero con la misma gente ocupando el terreno de juego. Un terreno donde solo entran los que tienen el permiso de la sargentada.
El asunto es que por muy trucadas que vengan, estas elecciones y designaciones ocurren en el país real. Un país que funciona según los dictados de la cúpula que manda, la que decide y mete presos a los periodistas, a los políticos, a los defensores de los derechos humanos y a las chamas que imprimieron una franelas; la que negocia con EEUU los intercambios de presos por secuestrados, la que controla los fondos de la nación, se asocia con los autoritarismos más rancios y le cede espacios de territorio a los ayatolas. Un país absurdo donde desaparece gente todos los días a manos de los cuerpos represivos, pero se juntan unas camisas rojas a protestar contra el Imperio del Norte. Un país que ha perdido más de 8 millones de habitantes, y perderá más porque lo poco que hay no alcanza para todos; especialmente cuando la nueva oligarquía y los nuevos apellidos se quedan con la mayor parte de los recursos.
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El chavismo juega a establecer una cierta normalidad, si es que esa palabra es aplicable en Venezuela. Juega a que lo que sucede –la ruina económica, la falta de libertades, la corrupción oficial- se asuma como una forma de vivir, porque además está respaldada por la fuerza de las armas. Y mientras pasan los días, los meses y los años, apuestan a que ese modus vivendi se convierta en normal y la gente termine adorando al Gran Hermano. O teniéndole miedo y escapando de él. Pero esa “normalidad” es inestable, y por eso todos los días inventan elecciones, arengas, conflictos y componendas, de manera de convertir lo bizarro en cotidiano.
Alrededor de esa terrible realidad que es Venezuela, hay una multitud de voluntarios haciendo cosas para recuperar la democracia que fue y la República que existió. Hay quienes llevan la cuenta de los presos políticos y denuncian cada vez que hay un arresto; hay equipos planificando la recuperación de los servicios públicos, de la industria petrolera y de las industrias básicas. Hay visiones de futuro que dibujan una tierra de oportunidades y predicen el regreso de los paisanos de la diáspora. Pero ese futuro está tardando su tiempo, y la impaciencia tiene los pies largos y los brazos cortos. Mientras pasa el calendario y las cadenas de televisión muestran las mismas caras y los centros de poder no se mueven, el ciudadano comienza a desconfiar y, si es el caso, a preparar sus maletas. La tierra de gracia luce muy bien, pero para llegar hay que atravesar un pantano con animales salvajes y tierras movedizas del que poco se habla. No vale dibujar el final del viaje si no se menciona con el mismo detalle el camino culebrero que habrá que cruzar. No se trata de revelar estrategias, pero sí de decir las verdades y darle a la gente reservas y razones para resistir.
Por Alberto Rial
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