Opinión

El que pestañea pierde

Todas las encuestas recientes le dan la victoria a la oposición en las elecciones presidenciales del 28 de julio, por un margen que varía entre el 12 y el 40%. Los mítines de calle convocan cada vez más gente: aún en pueblos pequeños y remotos se juntan multitudes que sorprenden a los mismos pobladores, a pesar del boicot; a pesar de los malandros que envían a sabotear, las prohibiciones de desplazamiento, el secuestro continuado de líderes y organizadores ligados a la campaña y las multas a los hoteles y restaurantes que se atrevan a despacharle un café o un pan dulce a MCM o a sus acompañantes.

En un universo paralelo, diría uno que las cartas ya están echadas. Nadie pondría en duda la venidera derrota–por paliza, además- del incumbente oficialista, salvo un evento de esos improbables y remotos que tienen tantas posibilidades de ocurrir como el nacimiento de un cisne negro con rayas amarillas. Pero en Venezuela no se vive un universo paralelo ni las cosas tienen la lógica del dos y dos son cuatro. En esta ribera del Arauca, las arbitrariedades de los que mandan son la norma, el absurdo domina el discurso y las acciones oficiales, y es muy difícil prever la actuación del régimen ante la derrota que se canta desde las gradas.

Por Alberto Rial

Una encuesta de hace unos 8 meses reveló que más del 80% de los entrevistados no visualizaba ni se imaginaba al chavismo entregando el poder después de perder las elecciones. No he visto que esta pregunta se haya vuelto a formular en sondeos más recientes pero imagino que la cifra debe ser menor, dado el entusiasmo con que los seguidores de la oposición están saliendo a manifestar y el dato de la última encuesta de Consultores 21 donde se revela que más del 80% de la gente está segura de ir a votar. Sin embargo, la duda debe seguir ahí, en el traspatio, medio escondida pero no por eso ausente. El 80% de los habitantes de Venezuela sabe que el juego electoral es eso: un juego. Y sabe que uno de los jugadores tiene malas mañas y es el dueño de los guantes, las pelotas y el terreno, además de que le paga el sueldo a los árbitros y controla la seguridad del estadio.

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Y aquí es donde viene el meollo de este asunto de las elecciones y donde coincido con buena parte de los opinadores que compartimos espacio en los medios de comunicación. El próximo 28 de julio, comentaba un analista político en una entrevista en línea, no es el final de nada, sino el comienzo de algo que aún no sabemos que es. Para empezar, los escenarios son diversos y no pintan muy bien, en vista del adversario que reside en el centro del poder. Desde la inhabilitación del candidato opositor, la eliminación de sus tarjetas o la suspensión de los comicios hasta acciones más radicales y violentas, los rojos son capaces de darle patadas a la mesa hasta que se rompa y se caiga. Y para ese fin tienen muchos recursos, pocos escrúpulos y, encima, un lapso de casi 6 meses en el limbo entre las elecciones y la entrega de la cinta presidencial (que por alguna razón lo habrán puesto).

El chavismo no se conoce por su disposición democrática, su respeto hacia las mayorías ni por sus ganas de entregar el poder que ha ido consolidando por 25 años. No es casualidad que la mayoría de los artículos de opinión que he repasado en estos días ponen el énfasis en la complejidad y la incertidumbre que rodean las presidenciales de julio. Pero aunque muchos hablan de transición y de tomar el poder de a poquito, de producirse la victoria opositora tendría que ocurrir una ruptura, tarde o temprano. Ni el chavismo tiene intenciones de ceder la toma de decisiones ni la oposición –sin aliados de peso- sería capaz de gobernar y tener alguna significación con todos los poderes en contra. Viene un choque de trenes; o no. Dependerá del que pestañee primero y por cuánto tiempo mantenga los ojos cerrados.

Por Alberto Rial

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