Opinión

Muchas despedidas inesperadas

Últimamente se han ido muchos sin permiso. Es decir, falleció gente joven, de forma inesperada, dejando a sus padres destrozados. Bueno, la verdad, la muerte siempre llega de improviso. Cuando le tocó irse a mi madre, gracias a un cáncer de pulmón con enfisema, nosotros apostábamos que saldría bien de eso y su muerte, que tantos veían lógicamente próxima, nos agarró por sorpresa a los Correa Feo.

Por Anamaría Correa

Desde que estaba muy chiquita, siempre comentaban que tuve una hermanita, Marinés. Nació cuando yo todavía no había cumplido un año y murió a los tres meses por un problema respiratorio. Mi mamá, cuando mi hermano Miguel Ángel se enfermó gravemente de una pleuro-bronconeumonía exudativa, en Madrid, en sus oraciones decía: “Señor, otro hijo no, ya yo pagué mi cuota”. Pero también recuerdo que se ufanaba de orar más por la salud de mi primo Julio Martín, que por la nuestra, porque era el único hijo de mis tíos María Carlota y Jaime; nosotros, al fin y al cabo, éramos cuatro y a ella, aunque ya “había pagado la cuota”, le quedarían tres más.

Mis tías, las González, hermanas de mi abuela paterna, murieron casi todas de más de ochenta y siete años y decían que el secreto, era no nombrar a “esa señora” (la parca), como para que se olvidara de pasar por su casa.

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Tal vez este tipo de cosas hicieron que viera la muerte como una enemiga con la que tendría que toparme de forma segura en un futuro, ojalá que muy lejano.

Cuando murió el hermano de mi amiga Sol Ledo, le oí decir a su madre: “cuando falleció mi marido, sentí que me habían amputado un brazo, ahora, cuando el que muere es mi hijo, siento que me arrancaron el alma”.

En 1999 llegó a Venezuela una película de Robin Williams, Más allá de los sueños, que tuvo mucho éxito y hasta ganó un muy merecido Oscar por mejores efectos especiales. Particularmente, la película no me gustó, la encontré bien desagradable, ya que se muere hasta el perro, quedando sola, triste y medio loca, la madre, que se suicida (espero que todos la hayan visto y no estar “spoileando”). Pero luego enfocan la vida en el Paraíso, eso sí, con derecho a reencarnar, cosa que no existe para nosotros los católicos. Ahora, hubo algo que sí me gustó, y fue cómo trataron el tema del suicidio. Dios no castiga, Él siempre perdona, por lo tanto, si la madre está en el infierno, por haberse suicidado, llegó hasta ahí porque fue ella quien no se perdonó. Y en la película, el marido bajó hasta el infierno a buscarla.

Una de mis amigas del alma, “hermana de la vida” Moira Chalbaud, me recomendó leer una novela de Isabel Allende, “Paula”, que justamente trata este tema de la pérdida de un hijo. Conste que Paula, hija de la escritora. Era psicóloga graduada en Caracas, creo que egresada de la Universidad Católica Andrés Bello y es la protagonista de esta bellísima obra de Isabel Allende. Después de leerla, se me quitó el malestar. Escribir era una excelente manera de hacer que el recuerdo de quien se fue, perdure, si no eternamente, por mucho tiempo.

El 27 de octubre de este año falleció en Caracas Alí, hijo de mi amigo y compañero de bachillerato, Alí Del Valle. Esta noticia nos dejó muy mal a todos los que conformamos el grupo de compañeros del Montessori ’72 y no encontramos cómo consolar a los Del Valle. A los pocos días, me avisa mi hermano Toby que Isabel Cristina Gutiérrez Betancourt, única hija de Hildegarda, o como le decimos sus amigos, Garda, mi querida vecinita del frente, hermana de la vida, con quien he tenido muchas experiencias maravillosas, había entrado en la unidad de cuidados intensivos de una de las clínicas de la ciudad. Y en dos semanas, Isabel Cristina, joven médico, profesora universitaria y campeona ecuestre, se fue con Papá Dios.

No me había recuperado cuando me llama Magdalena Frómeta, para decirme que Tomás Zerpa, hijo de nuestra querida amiga Marilú Carrero, acababa de fallecer en Caracas. No entendí qué pasó. Todos jóvenes y en poco tiempo. Tomás era contemporáneo a mi hijo mayor y, cada vez que venían a Valencia, desde hace casi treinta años, Marilú con sus dos hijos, Tomás y Andreina, se hospedaban en mi casa y organizábamos unas tenidas musicales maravillosas. Tomás, cuando era niño, el año 98, tuvo el privilegio de cantarle al Papa San Juan Pablo II, en su segunda visita y más o menos en esa época, hizo un comercial navideño para una empresa de panes muy famosa en el país. Hoy en día era un tenor muy apreciado tanto en Chile como aquí.

Y vino a mi memoria la muerte de la hija de una de mis vecinas de la época en que viví en Villas Laguna Club en Guataparo. La joven sufría de un cáncer que se le descubrió cuando estaba embarazada. Vivía fuera, no recuerdo si en Perú. Los médicos le propusieron provocarle un aborto sin garantizarle la cura del cáncer, cosa que la joven, muy cristiana, no aceptó. El hecho es que, como regalo de Papá Dios, murió después de haber disfrutado a su hijo unos dos o tres años. Cuando fuimos a los actos funerarios, la entereza de sus padres era envidiable. Mi vecina, la mamá, casi consolaba a los demás. Finalmente mostrando una tranquilidad impresionante, manifestó que tenía la certeza de que su hija estaba disfrutando de la vida eterna con el Señor, y por eso estaba tan feliz. Y fue una enseñanza increíble para mí, que veía la muerte como un castigo.

Cómo quisiera que mis amigos, Alí, Garda y Marilú, recibieran ese consuelo, paz y tranquilidad de saber que sus hijos están bien, serenos y felices, al lado de nuestro Señor y nuestra madre, la Virgen María, esperando aquel día en que nos volveremos a ver.

Claro, por supuesto, lo que deseamos los venezolanos en estos momentos es otro tipo de despedida, muy esperada, por cierto.

Por Anamaría Correa


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