Opinión

La democracia en riesgo

“La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”, dijo Winston Churchill. Y tenía razón, tanto por la forma de plantearlo como por el contenido de la frase. La democracia es imperfecta, ineficiente, defectuosa y siempre mejorable, como corresponde a un mecanismo inventado por el homo sapiens para administrarse y conducirse en sociedad de una manera más o menos civilizada, con normas, derechos individuales y límites en el alcance de los que deciden y mandan. Pero al aclarar que los demás mecanismos inventados son peores se establece que los autoritarismos, las dictaduras, las monarquías absolutas y los cacicazgos, por mencionar algunos estilos de gobernar, son más primitivos, más arbitrarios y menos justos, aunque bajo ciertas condiciones puedan parecer más eficientes y efectivos.

Por Alberto Rial

Pero más eficientes y efectivos no necesariamente constituye una virtud, y ante las dudas basta ver la eficiencia con que los nazis mataban gente e invadían tierras ajenas y soberanas, o cómo la Unión Soviética de Stalin robaba cosechas y aniquilaba kulaks porque simplemente le daba la gana, le caían mal y tenía la fuerza para hacerlo. En este sentido, la democracia liberal moderna debería comenzar a verse no solo como una forma de gobierno sino como una manifestación avanzada de civilización; de hecho, la más avanzada que hay cuando se la compara con el resto de los regímenes feroces que se han inventado los humanos, desde los faraones egipcios hasta el Estado soy yo de Luis XIV de Francia, los tlatoanis aztecas, las dictaduras caribeñas, los soviets rusos y los ayatolas iraníes.

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La democracia es compleja, lenta, complicada, frustrante y a veces absurda. Pero esas fallas se deben a que trata de ser justa, equilibrada, tolerante, plural y paciente, por nombrar algunas de sus aspiraciones. Tiene que aceptar críticas y permitir medios de comunicación hostiles y amarillistas, junto a diarios y noticieros serios y objetivos. Los personajes que están en posiciones de poder deben subordinarse a sus pares en el parlamento, el banco central o el sistema de justicia, cuando las leyes les paran el trote y les digan hasta aquí llegaste. En el momento en que un mandamás comienza a cazar peleas con los medios y los jueces, o trata de intervenir activa y repetidamente en las decisiones de organismos autónomos, hay que verlo con justificada sospecha. Muchos dirigentes que llegan a puestos de poder a través de mecanismos democráticos no soportan ni entienden que alguien les diga qué hacer o no les permita ejercer como quieren, pues consideran que son la esencia del poder y si los eligieron fue para mandar, no para dejarse padrotear por nadie. El Estado soy yo.

En Venezuela, el régimen chavista mostró desde el día 1 –en realidad, desde mucho antes de las elecciones era evidente el talante autoritario del MBR200 y su sucesor el MVR- el autoritarismo que se venía encima de la República que alguna vez fue. Se comenzó por la reforma del sistema judicial, para en la práctica crear un sistema de jueces precario y a favor del gobierno, se borró el parlamento bicameral, vino la habilitación al presidente para dictar leyes a su gusto, continuó con el nombramiento de un Consejo Electoral cuadrado con el régimen, luego con un Tribunal Supremo a satisfacción de la sargentada, más tarde con una purga de las fuerzas armadas, después con la intervención permitida del comunismo cubano y así, violando los más elementales principios de la democracia, sin pausa y con prisa, se llegó a la dictadura abierta y sin tapujos que existe hoy. Por decisión de un electorado ingenuo -muy aficionado a los gobiernos “fuertes” y a los líderes que mandan- hace 25 años se le entregó el país a unos golpistas improvisados, se terminaron 40 años de democracia y se regresó al sistema de gobierno que ha dominado el país durante 85 de los últimos 125 años.

En el Imperio del Norte están pasando cosas que preocupan. La elección de un presidente al que muchas de las prácticas democráticas le estorban –y lo demuestra con saña-, que gusta y disfruta rodearse de fieles y adulantes, que va de frente contra los medios, miente abiertamente y desobedece a los jueces, no es un buen presagio para la estabilidad y la supervivencia de la civilización occidental en que vivimos. Los checks and balances de la democracia norteamericana, que han servido en el pasado para evitar tomas de poder arbitrarias y ponerle límites a los tlatoanis de turno, se perciben lentos y como abrumados ante este blitzkrieg del trumpismo. Queda esperar que los contrapesos tengan suficiente fuerza para resistir la aplanadora que pretende instalarse en la Casa Blanca.

Por Alberto Rial

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