En 1962, los Correa Feo llegamos a Valencia, llenos de emoción y expectativas. Mis padres eran valencianos “de pura cepa” y, ya a mis siete años, era un orgullo vivir en su ciudad.
Mi madre se había ido a Caracas cuando tenía tres o cuatro años. Ella era la menor de los hermanos y la idea de mis abuelos era que el mayor, ya cercano a graduarse de bachiller, pudiera estudiar en la Universidad Central de Venezuela, porque la de Valencia la habían cerrado a comienzos de siglo. Mi papá, como ya he mencionado en otros artículos, se fue a los dieciocho años, cuando abandonó el seminario. Sus papás también se habían mudado a la capital unos años antes.
Por Anamaría Correa
Allá se conocieron, allá se casaron, allá se graduaron después de casados, allá tuvieron a sus primeros hijos y se mudaron a Valencia ante la posibilidad de abrir la Escuela de Educación en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad de Carabobo.
Experimentamos muchas cosas nuevas. Era la primera vez que vivíamos en una casa con tanto jardín. Estaba ubicada en la Urb. La Alegría, en plena Avda. Bolívar Norte, propiedad de Guillermo Degwitz, al lado de Alberto y Flor Paz, frente a un gran terreno vacío y la casa de los Limongi.
Ahí comenzamos también una nueva experiencia para mí, hacer arepas en mi casa. Comerlas era un lujo que nos dábamos cuando desayunábamos fuera o cuando nos invitaba la familia a cenar, pero en Valencia, había un lugar donde mis padres podían comprar las arepas hechas, así como la masa de maíz para hacerlas. Era una señora que también vendía la masa para hacer hallacas, por lo que, un diciembre, hicimos nuestras primeras hallacas, las mejores del mundo, recordando aquello de “la mejor hallaca la hace mi mamá”.
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Pero hubo algo que nos llamó la atención en el lugar ese, lleno de gatos, perros y gallinas, donde vendían la masa para arepas; al lado del fogón, tan negro como los utensilios que usaba la señora, había una campana. La evoco pequeña y negrita como el carbón. Parecía un aditamento más de la arepera.
Mi mamá se enamoró de la campana y le preguntó a la señora si no se la vendía, pero la señora alegó que era el único recuerdo que tenía de su abuela y que no la iba a vender.
Recuerdo a mis padres conversando sobre dónde hubieran puesto la campana, si la señora se la hubiera vendido.
Pasaron los años y ellos seguían visitando a la señora. No con la frecuencia de antes porque ya la Harina P.A.N. había salido al mercado. Así que, de vez en cuando, le compraban arepas y en diciembre, la masa para hacer las hallacas, porque no se atrevían a hacerlas con harina, preferían la masa de maíz pilado. Y eso sí, de vez en cuando, le comentaban a la señora, lo mucho que les gustaba la campana.
Más o menos tres años más tarde, ya nos habíamos mudado a la Urb. Guaparo, llegaron mis padres felices a la casa con la campana en la mano, envuelta en periódicos. La señora de las arepas les manifestó que necesitaba dinero, que la tenía que vender y ellos, dado su interés por años, eran los primeros candidatos para ofrecérsela. Como no sabía cuánto pedirles, mi papá le ofreció sesenta bolívares que ella no aceptó, porque era mucho dinero. Finalmente accedió a la oferta y una campana forrada en carbón, como el que se forma en los budares curados, lucía cual precioso adorno en la mesa de la cocina, esperando ser rescatada de esos años de fuego y leña.
Le pusieron de todo, desengrasantes, bicarbonato con vinagre, y era muy poco lo que salía. Recuerdo que mi papá sugirió hacerlo directamente con un cuchillo de cocina y empezaron a darle, turnándose entre ellos, la emoción y la paciencia. Poco a poco lograron ir tumbando capas de carbón. Y comenzaron a verse no solo el hierro de la campana, sino unas letras, es más, una inscripción que decía “sidad” y otro más abajo en números “1893”.
Esa noche fue difícil dormir temprano, todos queríamos ayudar a quitar el carbón pegado a nuestra bella y antigua campana. Y regresaron los sueños de dónde la colgaríamos, pero haría falta comprarle un badajo y un gran eslabón de cadena gruesa, para poderla colgar. Cuando nos levantamos, ya la campana estaba completamente liberada de sus años de carbón y pudimos leer claramente “UNIVERSIDAD DE VALENCIA” y en el renglón de abajo, “1893”. Ahí fue cuando mi padre, emocionado, primero nos contó la historia de nuestra primera Universidad, fundada por Alejo Zuloaga en 1892 y supuso que esta campana era la que anunciaba los eventos en esa nuestra primera casa de estudios, allá en el edificio emblema de nuestra Alma Mater.
Y llegamos a la conclusión de que esa campana tenía que regresar a su verdadera dueña, la Universidad de Carabobo. Así que fue a casa del Dr. José Luis Bonnemaison, rector recién electo de nuestra UC, en 1968, con la campana en sus manos. El rector la tomó emocionado y posteriormente, le extendió un oficio a mi padre en el que resolvía disponer un espacio para ella en el futuro paraninfo universitario que iba a estar situado en Bárbula y que llevaría su nombre como el donante de tan valioso objeto.
Nada de eso ocurrió. Hoy en día la campana está intacta, bellamente protegida bajo un cofre de vidrio, en el Despacho de la Rectora y, aunque se ha comentado que quien la encontró y donó fue mi padre, no siempre se recuerda.
Por Anamaría Correa
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